Lunático del Porvenir

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Despertó arrojando las sábanas a un costado de la cama, alzó los brazos con aires de gigante y sacó de su bolsillo una cajetilla aplastada por su cuerpo durante la noche. Abrió la ventana de par en par —hecho insólito en aquella sociedad—, apoyó sus codos contra el alféizar y entre sus labios colocó un cigarrillo que mordió dulcemente.

—¡Bello día para morir! —gritó a la ciudad. Los vecinos se apiñaron contra el cristal para mirar los actos matutinos del lunático del piso dieciséis. Fumó despacio, con goce, y cuando la colilla ya no daba para ningún otro jalón, tomó la muerte entre sus dedos y la arrojó con desprecio a la avenida. 

Llevaba la careta de plástico sobre el rostro. Su atuendo era completado con la ropa de nylon y los tenis de plástico que facilitaba la nación. «Por la ropa ya no se debe pagar», pregonó el primer burgués, el día que la multitud festejaba su llegada al poder; salió a la urbanidad. 

Los automóviles pasaban fugaces. Las banquetas eran medio metro de concreto. No había transeúntes. El lunático del piso dieciséis era el único a quien se había visto caminar en años, bueno, a él y su madre, de la cual se evitaba hacer mención. El lunático se alejó dando paso a los rumores, el único placer que existía en las tediosas vidas de los residentes cercanos. Dio la vuelta a la cuadra y se metió en una puerta trasera del edificio. Empujó el metal oxidado y se escabulló por la fina rendija que logró abrir. Descendió por unas escaleras que lo llevaron hasta las tuberías, percibió el hedor del lugar; sus pies tocaron el suelo, dio un ligero suspiro, se internó en la oscuridad. 

Volvió en horas donde ni el más chismoso de los vecinos aguardaba en la ventana. Al entrar sacó con sumo cuidado un pañuelo que tenía guardado en la chaqueta. Con la ayuda de la luna artificial desenvolvió el pañuelo en la palma de su mano, donde ahora sostenía una semilla de calabaza. Si alguien le hubiera iluminado el rostro se habría dado cuenta de que sonreía como un niño. Con el mismo cuidado que había tenido antes plantó la semilla en un jarrón relleno de tierra que había conseguido de contrabando y roció la semilla con el agua que tenía escondida en un tambo dentro del armario. Llevó el pequeño tesoro a un cuarto donde algunas plantas y algunos brotes le harían compañía. Aquel cuarto, tenuemente iluminado por los focos que colgaban del techo, era el último obsequio que le había dado su madre y el primer recuerdo que guardaba con ella; era, también, el único jardín que quedaba en el planeta que falsamente seguía llamándose Tierra.

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