Raíces

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El árbol del hule no se rompe, pensaba. Es lo contrario. Él rompe todo. Se extiende en un grito agónico que no da tregua a pausas, a silencios. Pero igual espera, crece con el ritmo que las raíces marcan. Ahí va. La raíz deviene furia. Busca en el tiempo de la tierra, encuentra espacio para hundirse y no. Para habitar todos los mundos. El de las lombrices y el del concreto. 

 Tengo tres años, quizá no. Quizá pensar en mis tres años es una mentira o un recuerdo impreciso. Por qué no lo escribí, me pregunto. Como si las palabras fueran precisas. Otra mentira. 

 El árbol estuvo ahí, lo sé. Tenía tres años o cuatro o cinco o diez, tiró las hojas más gruesas que mis manos habían tocado. Desde entonces, busco algo que se le parezca, nada alcanza. Quizá existe, pero en esta mentira la hoja del hule es una tortilla gruesa con la que imagino que cocino. 

 Mis puntas se despegan del suelo, estoy en el pavimento y el aire al mismo tiempo. Pincho tu tronco, un líquido viscoso ensucia mis manos. Es resistol, dice mamá. Una herida. Me pregunto si duele, si te dueles. Si el líquido endurecido sobre la corteza es una costra como la que aparece en mis rodillas. Los pies regresan al suelo. Un resorte hacia abajo con mis piernas para alcanzar una hoja café que cayó de la punta. La abro. Tus hojas necesitan ayuda para abrirse. 

 Cubro esta tortilla marrón con tierra, hojas sueltas y flores. El árbol se eleva. Mi infancia y mi sombra. El refugio y mi mente suelta. Todo eso le cabe al hule: compañero y cómplice. No cuestionan a la niña que juega. Lo cuestionan a él. Sus raíces arruinan el suelo plano, dan relieve. Es peligroso, dicen. ¿Qué peligra realmente?

 Tus raíces tejen mi infancia. 

 Tengo once años o doce o trece. Llego a casa de la abuela y de golpe una luz oculta. Una luz que no quiero, que no necesito, que lastima mis ojos, que me hace sudar. Escuché la palabra podar, un recorte dirigido, determinado. Una poda como la que hago a mi cabello cada tres meses o como la que se hace a las oraciones para que digan lo justo.

 No es una poda. 

Es una catástrofe. 

El corte en la infancia. 

 Pronto el concreto lo cubrirá todo. Ahora hay un pedazo de tronco minúsculo. En unos años, el rastro estará escondido debajo de lo que hoy llamo banqueta. 

 Entre la poda y la tala hay un silencio donde se asoma un objeto filoso.

 Tengo 28 años o 29 o 30. Frente a la casa de la abuela busco algún espacio de tierra para encajar mis raíces. No lo encuentro. Nada para filtrar agua. Nada para ser sombra. 

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