
Los olores transportan, ayudan a no olvidar. Desde hace tiempo suelo guardar las botellas de los perfumes que adquiero, como recordatorios inertes de distintas épocas de mi vida. A menos que alguno de los aromas me agrade lo suficiente, no acostumbro a repetir ningún perfume. Siempre procuro que queden al menos unas gotas de líquido en el fondo de la botella.
Con los años, he conseguido una colección propia de objetos inútiles que forman una fila de cristalería, todos con apenas un poco de perfume sin usar, sobre el tocador, frente al espejo, donde cada día observo mi reflejo envejecer.
Algunas veces, cuando quiero percibir nostalgia por alguna parte del pasado, destapo el perfume que me apetece para inhalar el aroma de los recuerdos. Entonces pienso en que mi tránsito por la Universidad tenía tal olor, que la época en la que conocí a fulano olía así, o en que la muerte de zutano olía a aquello.
Las botellas de perfume son como pequeñas cajas que evocan recuerdos y secretos. Su presencia me recuerda que nada dura más allá del tiempo que le corresponde, y que igual que las esencias, todo ciclo se evapora. Alguna vez, quizá, todos esos retazos de olor no serán otra cosa que alcohol y vacío, así como se desvanecen los recuerdos en la mente.
Después de años de seguir ese ritual, sólo hubo una mañana de noviembre en la que mi hábito tomó un rumbo distinto. Observaba mis canas frente al espejo cuando una botella llamó mi atención. La abrí, pero no quise olerla; por el contrario, disparé el perfume contra mi cuello y le permití a los recuerdos aglutinarse todos de golpe.
Esa botella, a diferencia de tantas otras, fue un regalo de Navidad de un ser amado que ya no está más en mi vida. Es casi como un viejo post-it pegado en la hoja amarilla de un libro que no se ha abierto en años.
Sin miramientos, dejé que los recuerdos de ese hombre se suspendieran en la nada, junto con la fragancia. Fue así que, a lo largo de aquel día, me fui despidiendo de cada minuto de esa época, como una sombra que se desvanecía conforme pasaban las horas.
Sospecho que en este acto también se disolvió la esencia de ese ser, como una premonición y recordatorio, siempre un fiel recordatorio, de que los finales existen, nos rompen y si tenemos suerte, son irremediables.
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