El amigo

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Para Neri

Habíamos bebido lo suficiente para desentendernos de esa sinceridad que las personas suelen confundir tan a menudo. La sinceridad —o aquello que comúnmente se entiende por sinceridad— es como la mano que le esconde el rostro a otro o la sonrisa que siempre guarece la presencia de una infame tristeza. Pero después de largas jornadas bebiendo, solos, uno frente al otro, los soportes que día a día nos hacían enfrentarnos con el mundo exterior y sus costumbres habían quedado sumergidos bajo las aguas de la más beatífica inconsciencia. Ahora solo quedábamos dos extraños que se conocían de toda la vida, en una casa mal iluminada y llena de recuerdos.

              No había más. 

              —¿En verdad es posible? —me preguntó, jugando con el anillo que aún le asomaba en uno de los dedos. 

              La pregunta, pese a haber surgido después de un largo y soterrado silencio, no me sorprendió: sabía perfectamente quién era el demonio que descaradamente le había empalmado el deseo; y la repentina obsesión por la mujer del retrato que colgaba en uno de los muros solo hacía más evidente el victorioso curso de sus planes. 

              Asentí, mirándome en sus ojos. 

              Otro silencio igual de largo que el anterior se hizo en la casa; la única diferencia es que este silencio fue reconfortante y cálido, como la fe. 

              —Fue él mismo quien me lo contó —mentí—. Ahora vive mejor que nunca. 

              —¿Desde qué altura?

              —Un tercer piso.

              —¡Y todo por una estúpida obsesión! —la voz, que al inicio fue un estallido ronco y brusco, se le quebró antes de rozar la última letra.

              —Tal vez solo deseaba morir —sonreí. 

              —¿De cuánto tiempo estamos hablando?

              —De un minuto; un minuto que se sintió como una eternidad.

              —Y pensar que solo hizo falta un paso —dijo para sí, inclinando el codo de nuevo. 

              —Siempre hace falta un paso —respondí, aburrido, fatigado, hambriento. 

              Mis palabras, cual bálsamo, habrán socavado en dulce embriaguez la fuerza de su vigilia, pues en un abrir y cerrar de ojos mi amigo al fin cayó rendido frente al abisal mundo de los sueños. Su rostro ya no era más el rostro del sufrimiento en carne propia, sino el sosiego que acompaña a los niños al dormir.

               No había más por hacer; sabía que, a la postre, no existiría otro razonamiento que pudiese colmar los tormentos de su corazón: todo lo que hacía falta era un arrojado salto al abismo. Por esta razón, previniendo cualquier desenlace, antes de marcharme besé su frente y oré por la salvación y el descanso eterno de su alma.

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