El jarrón

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Cuando pienso en mi niñez, mi primer recuerdo es el hogar en el que vivimos mi mamá, mi papá, mi hermano y yo. Era un departamento pequeño, de recién casados, decorado y ambientado con una tendencia oriental. Los libreros, la mesita para café que se ponía al centro de la sala y los demás muebles color negro hacían un agradable contraste con las cortinas rosas y la loseta del piso. En las paredes colgaban ilustraciones de paisajes y mujeres vestidas con kimonos que, enmarcadas en la madera, daban la impresión de ser auténticas pinturas hechas con tinta china. Las lámparas estaban cubiertas con pantallas de papel color blanco translúcido, y en los espacios vacíos del lugar mi mamá acostumbraba poner figurillas y floreros de cerámica blanca con pájaros y flores pintadas. 

Para cuando aprendí a caminar estoy segura de que la mayoría de aquellas piezas decorativas ya habían sido restauradas de alguna manera por mi padre, pues a pesar de que mi mamá tenía muy clara la regla: ‘‘dentro de la casa no se juega con la pelota’’, mi hermano ya había hecho de las suyas en varias ocasiones. 

Quizá, es la percepción que dan los recuerdos de una niña de cuatro años, pero en mi mente está muy presente un jarrón que se situaba cerca de la puerta de entrada y que me daba la impresión de ser tan alto como yo misma a esa edad. Lo recuerdo bastante pesado, con una textura extraña, rugosa, con pequeños espacios ahuecados. De color oscuro aunque con un brillo iridiscente en tonos verdes. Era tanta mi atracción por aquel jarrón de dimensiones descomunales que pasaba el tiempo acariciando su superficie y sujetando el grueso borde para balancearme con poca gracia junto a él a pesar de los gritos y reclamos de mi madre: ‘‘¡Lo vas a romper!’’. 

No recuerdo qué pasó con el jarrón, lo más probable es que se hayan cumplido las advertencias de mi madre, y que aquella pieza única en mis recuerdos fantasiosos haya terminado rota. 

Han pasado los años, y nos hemos cambiado de casa en dos ocasiones. Muchos de esos objetos a los que mi mamá les tenía aprecio se han perdido en el camino, otros, a pesar de las composturas, han sido desechados. Aún conserva algunos, como los mezcladores de vidrio soplado decorados en el extremo con una palomita pintada de blanco; o los abanicos de madera, que aún con los años no pierden su olor a incienso. A veces miro esos objetos, añorando los días en los que vivíamos los cuatro, apretaditos en un pequeño departamento con decorado ‘‘de chinos’’. 

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