Primer principio: nada está inmóvil, todo se mueve, todo vibra

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¡Tap, tap, tap! Llovía a cántaros. El 4 de diciembre del 85 es un lapso nebuloso y entrecortado, en el que hoy solo hay intermitentes fantasmas, para entonces no tenía trabajo, solo un enfermizo insomnio.

Mi anécdota no tiene sentido y no tendría por qué tenerlo, es la manifestación desproporcionada de unas vagas meditaciones que quizá fundamenten de algún modo mi maquinal rumbo, y me justifiquen.

Lo que sucedió en esos días, si se puede hacer surgir en escritura, fue por aproximación un encuentro, una singularidad que se prolongó en el tiempo, una emergencia extendida por los escenarios que engendraron el espacio profundo donde nos narramos simultáneamente en un momento asumido por diferentes conciencias.

Nuestro fortuito encuentro, causal o casual, aparejó en mí múltiples síntomas, uno de ellos, fue la lucidez. Todo comenzó a las 6:07 pm, una hora grave y pálida donde salí al encuentro de la noche, la ciudad ya encendía las luces tristes. Si acaso, recuerdo una intensidad sin tiempo cuando, contra toda lógica, me vi a mí mismo comprando en la tienda de abarrotes, era yo, no había duda, la misma cerveza, el mismo obituario y hasta el boleto de lotería que traía en mente.

He meditado el carácter teórico del encuentro conmigo y vino a mí una pregunta obligada: ¿Destino, determinismo, libre albedrío o locura? No importa, prefiero la casualidad cuántica, enfrenta con mayor asertividad la inconmensurable irracionalidad de lo sucedido.

Cabe decir que me seguí frecuentando un par de meses más. Nunca tuve el valor de encararme, de reclamar mi identidad. La convergencia de tantas dimensiones de mi existencia fueron las suficientes para que, como un canto bien ensayado nos sincronizamos en tal grado que creímos en una fugitiva fantasía donde existimos uno, y siempre varios. Me vi cada vez más, siempre de manera lateral, sin embargo, sabía que no era yo, había diminutas variaciones.

A la distancia de los recuerdos, puedo decir que aquellos sitios están cargados de una concurrida nostalgia y ángulos con interferencias. Pese a todo, me alegra haber llegado a tiempo a la cita con el que ahora sé, fue mi deber, aquellos otros yos de alguna manera me explican, y tras ese evento el universo siguió existiendo, como dice Aristóteles: «Entonces todo sería necesario».

Nada de lo anterior me hubiese pasado, de no ser, por los estúpidos experimentos y disertaciones de Max Planck, Schrödinger, Boltzmann y otros. No juzgar lo sucedido es la manera más profunda y menos perjudicial de seguir.

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