A un gato

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La mejor versión de mí misma comenzó con la presencia de un gato. Más bien de una linda gatita, esponjosita y, curiosamente, nada amigable. El día en que ambas fuimos propiamente presentadas, su cuerpecito frágil y tembloroso apenas cabía en la palma de la mano de mi prima, quien la sostenía como a una bolita de pelusa y que había tenido la audacia de adoptar a ese ser tan diminuto y delicado que, si se le miraba muy de cerca, parecía no tener futuro alguno. No obstante, mi prima y mi abuelita, que vivían juntas, quisieron darle uno. Su pelaje color claro y despeinado en todas direcciones y sus gigantescos y espantadizos ojos se movían de un lado a otro escondidos detrás de lo que parecía ser un antifaz café oscuro. Yo le miraba de cerca asombrada de lo chiquito que un gato puede ser y con tan simpática apariencia. Su pequeña existencia me colmó de repente de una cierta paz que para ese entonces no lograba concebir puesto que me hallaba con el alma y el corazón rotos. 

Conforme visitaba a mi abuelita cada fin de semana, esa joven y orgullosa presencia felina se hizo reconfortante para mí mientras volvía a encontrar paz en los pequeños momentos, ¿o es que ella representaba la tranquilidad que yo tanto buscaba y anhelaba? Mi presencia parecía gustarle solamente de lejos puesto que, tan solo después de acercarme para acariciarle su suave cabecita unos cuantos segundos, no dudaba en lanzar hacia mí un fugaz zarpazo. Era claro que ella tenía y marcaba sus propios límites: lo suyo, simplemente, era la compañía. 

Su constante estar, ante mis vacíos y ausencias, me sugirió, con el tiempo, que no todo está perdido si una aprende a fijarse en los instantes cotidianos llenos de belleza propia. Si bien la vida es un proceso atravesado por duelos y confrontaciones, al verla hacer su elegante entrada hacia el jardín, con sus patitas esponjosas y sus ojos color mar, su sola presencia me sugería no aferrarme al pasado pues al fin y al cabo ella ya se encontraba ahí, en el presente, conmigo. Junto a ella transité el dolor de varias pérdidas, incluidas la mía. Presenció mis miles de formas de morir pero también, y sobre todo, mi propio reflorecer, que con paciencia y empatía se tornó en una versión más amable de mí misma y con el entendimiento o saber de que independientemente de lo que pasara, al menos cada fin de semana una linda gatita con carita de antifaz me garantizaría compañía para ir a tomar el sol en el jardín de mi abuelita.

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