
Existen varias versiones de mí a través del espacio-tiempo.
Pensaba que solo debía haber una,
que mis principios no eran principios
porque fluctuaban con cada experiencia que vivía,
con cada palabra nueva aprendida.
Creía que no podía serlo todo al mismo tiempo
porque el cuerpo es una caja donde solo cabe
uno,
que el viento en el trópico es el mismo que en las montañas.
Pero me dijo que sí
que el cuerpo es maleable
y se puede expandir lo suficiente como para que habiten
todas las veces que he decidido ser
Clara,
que el viento es brisa y también monzón.
Hay una niña de 8 años que vive a través de los dolores de una adulta
y la capacidad de asombro ante una ciudad morada durante marzo,
que no deja de llorar porque sus lágrimas de cromo son el motor
duro y frágil
de mi cuerpo.
Llevaba 15 años formando un ciclón tropical,
depresión, tormenta y huracán.
Creía saberlo todo sobre meteorología, sobre el momento correcto
para aventarme hacia el azul alizarina de las profundidades
que me arrastraban
hasta encontrar un cofre brillante
que contenía las sombras de cada color en la superficie.
10 años después el cofre está exhibido
en la corteza frontal de mi cerebro,
desde ahí veo que los colores
y sus sombras forman ciclones infinitos.
A los 21 el mundo se detuvo cuando cada mañana
abría los ojos y se me incrustaban pequeños hielos en el cristalino.
Ahí fue cuando sentí por primera vez
el susurro de la brisa a las 3 de la mañana,
me consolaba su visita,
sus palabras me empujaban al borde y me pedía no dejar de escucharlas.
Abogaba por el monzón y los vientos huracanados,
me suplicaba que los dejara entrar a través de los poros de mi piel
y habitarme para siempre.
Así es como sanamos, me dijo.
Soy todas mis versiones que siempre son duales,
minúsculas gotas de lluvia, combinación de niebla con humo.
Soy monzón,
soy brisa
y soy el viento que anuncia el huracán.
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