Diego

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No había sido un buen día. Entré a la galería de arte a buscar una mejor versión de mí. Cuando subí las largas escaleras, lo vi sentado. La presencia de Diego hizo que me quedara de pie, justo detrás de la banca sin respaldo en la que se encontraba. Ambos mirábamos. Mi mirada comenzó su recorrido por un ladito, obedeciendo la dirección en la que había entrado al salón. Vi a Darwin que sostenía la línea de la evolución con su mano derecha mientras su izquierda señalaba a un mono que tomaba de la mano a un bebé. «¿Qué ves?», me preguntó sin quitar los ojos de la imagen. Tuve que sentarme. Vi a hombres reclamando trabajo y no caridad. Vi una religión sin manos, incapaz de hacer buenas obras. Vi protestas, guerras y humanos con máscaras antigás; vi a unos pocos beber, fumar y disfrutar. Mis ojos bajaron y vi la tierra, las plantas, la vida… Vi a los proletarios del mundo unidos y a algunas personas sentadas en la cabeza del fascismo. Estaba fascinado: podía ver el macro y el microcosmos, pero cuando llegué al centro del mural, mi respiración se empezó a agitar. «¿Qué ves?», preguntó nuevamente, esta vez, mirándome como si ya supiera mi respuesta. Viéndolo de reojo, noté una risita sarcástica. Eso no me distrajo ni me hizo desviar la vista del mural que estaba frente a mí. Había un hombre-libélula; observé con detenimiento la preocupación de su semblante. Quería manejar una gran máquina. Quería ser suficiente: quería controlarlo todo. Podía sentir su frustración. Vi directamente la ineptitud en su mirada. Los ojos no me cabían en las cuencas. No pude contestarle. Era mi reflejo.

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