Lo he observado con atención durante un par de minutos. Me resulta patético, irritante y hasta un poco arrogante. Y pensar que en eso es en lo que me convertiré.
Lo reconocí por la voz, aunque no ha cambiado tanto; se le ha poblado el cabello de canas y las entradas se le han pronunciado. Aquellas arrugas de expresión que tengo en la frente, en él, se han acentuado más. A conciencia diría que ronda los cuarenta y cinco años.
No reconozco a la mujer que lo acompaña, tal vez sea una amiga de ocasión, o quizá su novia o esposa, pues por el modo en el que la mira da a entender que la quiere. Nadie mira como miran los enamorados. Tal vez la conoció a los cuarenta en un bar, aunque a esa edad lo más conveniente es decir que la conoció en el trabajo, en un restaurante o, con mayor probabilidad, en la calle. Con ello no quiero decir que a esa edad uno se vuelva ermitaño y no frecuente esos lugares, en realidad imagino que a esa edad uno se vuelve más pragmático y esas cosas se vuelven triviales. Habla en mí la vanidad de la juventud.
La mujer que lo acompaña es bonita, aunque me imaginaba que terminaría junto a Raquel. Casarnos y vivir felices por siempre. A los veinticinco años el amor es un ideal.
Puedo decir que con Raquel las cosas marchan bien. Como veo las cosas, estoy en mi mejor momento. Me agrada este yo, me gusta más que aquel que se encuentra sentado al otro lado de este restaurante.
Tal parece que no ha notado mi presencia. Pudiendo elegir cualquier lugar en el mundo, vengo al único sitio donde viene a pasar la noche mi otro yo. A mi edad, ¿le habrá pasado lo mismo, se habrá encontrado sentado al lado de aquella mujer? Y, si es así, ¿lo habrá olvidado? No me imaginó olvidando un encuentro conmigo mismo. Tal vez sea el arte del disimulo lo que utiliza, finge no verme, no saber de mí, trata de ignorar el pasado, aunque sea el pasado lo único que nos pertenece. No lo perturba mi existencia, y, sin embargo, a mí, todo en Él me parece misterioso. Tan solo puedo preguntarme: ¿Con que ojos Él me mira?
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