Renunciar al fuego

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Han pasado diez años y la memoria de los años perdidos vuelve tras un tiempo de sutil olvido. Ella creía que una lucha debía tener causas concretas. Y tenía razón pues la revolución nace del espíritu crítico, y ése fue ineludible. 

Tengo una foto que ella guardó en el fondo de mi cajón, eran mis amigos; una marcha que desbordaba ira. A mi lado ella, tomados de la mano, librábamos un sueño. Y cuando pienso en el sitio donde terminamos todos, me parece inaceptable creer que la lucha no tuvo consecuencias. 

Nada de esto me estaría pasando si la sociedad fuera más justa, si le hubiera hecho caso a ese reclamo constante: Tengo miedo. Pero en política y en el amor no se vale ser tibio… Pues hay quienes pierden amores para pelear las más férreas batallas. Otros, en cambio, renuncian a esas batallas para proteger a alguno de esos amores. Y ninguno de esos actos es cobardía.

No pensé que la volvería a ver. No quería encontrarla porque no podría explicarle que soy el rastro de unas cenizas que renunciaron al fuego. Pero la vida no ofrece la posibilidad de repetir, de cambiar y tomar otro camino. Y en el cruce de la facultad nos encontramos. 

No la veía desde hace años, ella residía en Chile y era profesora de la Universidad Nacional. ¿Cómo te ha ido?, preguntó, dándome un abrazo. Peor de lo que imaginaba, respondí. Ella acarició mi cabello. Es natural, dijo. ¿Por qué te fuiste?, pregunté. Pero la respuesta siempre la había sabido: era el miedo a perderlo todo. La represión fue exhaustiva. No quiero repetirlo, dijo, a veces no puedo dormir.

Y sin embargo la propia vida nos encuentra o simplemente nos desaparece. Le propuse tomar un café. Durante horas hablamos de su exilio, sobre las ausencias que aún nos pesan y de los traidores. Después, en el albor de la madrugada, hicimos el amor recordando aquella revolución pasajera. 

A veces deseo cambiar lo vivido, dije. Pero ella aseguró que la revolución necesita memoria. Pero, las consecuencias, a veces, son tiempo perdido, uno que no regresa y se difumina con pesadez. Nos reímos al recordar nuestro miedo constante, luego pregunté: ¿fue justo? Ella respondió: me aferro a que lo fue.

Días después, ella volvió a su exilio, llevándose consigo el recuerdo de los años perdidos. En la última clase, uno de mis alumnos comentó el descontento que existe en la universidad. Hay posibilidades de huelga, dijo. Al escucharlo, pensé en la foto que ella guardó en el fondo de mi cajón.

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