Un asunto habitacional

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Nada de esto me estaría pasando si en casa de mi madre hubiese otra habitación. 

O, cuando menos, esto pensamos en las exequias del abuelo. Mi madre avanzaba junto a mi hermana en dirección al coche fúnebre. En el otro costado, mi abuela: la expresión misma del tedio. De lejos se le notaba el hastío por mantenerse en pie, aun cuando había permanecido sentada durante el velatorio. Apenas si se apartó del sillón para dar un vistazo al abuelo, tras el cual dio una palmadita contra la madera. Un gesto carente de luto. 

Después de todo, habían compartido por años la misma habitación: su campo de batalla. Siempre había una moneda extraviada, una porcelana rota. La disputa interminable era quién elegía los programas de la tele. Al abuelo le gustaba el fútbol; a la abuela, las telenovelas. Sus discusiones eran una réplica, si bien a mayor escala, de las que sostenemos mi hermana y yo en nuestra habitación.

Debo aclarar que me refiero a mi abuela paterna y a mi abuelo materno. De allí que los vecinos extendieran el rumor de que los abuelos eran pareja, y que por esa razón dormían juntos. La verdad es que todo se reduce a un asunto habitacional: en un cuarto  duerme mi madre; en el otro, mi hermana y yo —adolescentes los dos—; en el último, los abuelos. (La única que dormiría tranquila es mi madre, sola, de no ser porque este privilegio se basa en el fracaso de su matrimonio).

Esta distribución se mantuvo hasta hace dos meses, cuando mi madre tomó la resolución de conducir al abuelo, enfermo, a un ancianato. Su pensión fue empleada para cubrir el costo de las dos —y únicas— mensualidades. Hace una semana, mi madre recibía la noticia de la muerte del abuelo, y un día después estábamos en el velatorio.

Viendo a la abuela en la funeraria, no pude evitar pensar que se alegraba por la muerte de su rival. A fin de cuentas, siempre cupo la opción de que mi madre trajera al abuelo de vuelta a casa, con lo que volverían las discusiones.

Esta mañana mis padres han hablado por teléfono. Mi madre no se esforzó por disimular: le exige al otro que se lleve a la abuela de una buena vez. De ser así, finalmente tendré una habitación propia; mas ignoro cuánto tiempo más toleraré vivir en esta casa. Estos días he pensado en la vieja propuesta de mi padre: mudarme con él. Allí, según insiste, podría adecuarme una habitación, con el permiso del casero y el beneplácito de su mujer.

Ahora que lo pienso mejor, la debacle de mi familia no obedece a un asunto habitacional. 

 

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