Un mandato de mis ancestros

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Envejezco, pero las palabras crecen conmigo. 

Nunca he sabido explicar por qué el motivo, la razón por la que se me impuso, en el silencio de mi mente, este gusto absurdo por sentarme a observar la nada y hacer anotaciones. 

Escribir se instaló en mí como un mandato de mis ancestros, y después creció a mi lado. Podría decir que estuvo ahí, desde siempre, silente, sin prisas. 

No lo llamé, llegó a mí, lentamente, sin hacer mucho ruido, apenas el suficiente para llamar mi atención.

Todavía recuerdo cuando mi mente de infante, que aún no entendía de procesos ni desdichas, jugaba con las letras al azar.

 Tal vez esa habrá sido la primera vez en que ellas, furtivas, hicieron su aparición. 

Escribir estuvo ahí, en la soledad de la infancia; cuando los fantasmas  aparecieron por primera vez en el espejo, en el miedo a articular palabras con la boca.

Nunca ha habido dureza en todo esto, se forjó en mí para transmutar el dolor.

Se convirtió en cientos de cartas vagas, sin destinatario, como el único canal para manifestar los sentimientos.

Su flama se quedó aquí, conmigo, pese a lo que he destruido y a diferencia de todo eso que me ha abandonado. 

Ha estado en mis ausencias, juntando las lágrimas, uniendo los fragmentos del alma, desperdigados en promesas incumplidas. 

No siempre ha sido fácil; cuando vio que fui ingrata con la vida, hizo una pausa de mí. Todavía a veces se aleja, cuando se siente el rechazo de mis manos. 

Dura así, ausente, algún tiempo, pero aunque yo crea que se va, siempre se mantiene cerca, a la espera. 

Se esconde en las cornisas de la casa, en los bordes de las ventanas, o entre las comisuras de mis labios. 

Me observa desde ahí, en silencio, y aguarda, pacientemente, mi resignación. 

Nunca se va. Tal vez porque se sabe curativo y reconfortante, tal vez porque ante sus ojos, ha sido lo único medianamente bueno que existe en mí, por eso no me suelta. 

No fue obra mía, a veces parece que fueron mis ancestros quienes me lo impusieron,

pero me ha contado, que ha sido él, el mero acto de escribir, que por su propia voluntad, decidió envejecer conmigo.

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