El derecho a esperar

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En mi casa siempre hubo música. A veces, Los Panchos dotaban a las paredes de la casa con un dulce vibrar que hacía que el rojo de su pintura pareciera más vivo. En otras ocasiones, esas paredes lloraban junto a mi madre, imitando el lamento de Rocío Dúrcal, mientras esperaba la llegada de mi padre. Puedo decir que mi vida siempre estuvo rodeada de asonancias y disonancias. Por eso, yo siempre soñé con tocar el piano. 

Desde que me enteré de que la música era creada por nosotros los humanos, me propuse tener un piano. Ese era mi designio. Pero, como todos, tuve que padecer por Dios y por mis padres. Ellos, cuando estaban juntos, podían sacarme adelante, nada más. La música llena el cuerpo de un niño, pero no lo alimenta. Ese deseo tuvo que habitar en el silencio, hasta que yo empecé a crecer. 

Mi cuerpo empezó a agrandarse, al igual que mis objetivos. Recuerdo que, en un año, podía querer aprender a andar en patines en febrero y en marzo estudiar antropología. Conforme los años morían, mi vida llegó a tener mil futuros posibles, pero el único certero, era el que concernía al ébano. Todos los días, antes de dormir, cerraba los ojos e imaginaba el suave tacto de las teclas que, comandadas por la orden militar de mis falanges, creaban sonidos hermosos, jamás escuchados. 

Llegó el día que, de tanto crecer, tuve que empezar a ganar dinero. Al final, no estudié antropología, sino odontología. Mientras ganaba plata, unos centavos iban destinados a mi sueño. 

Trabajé y ahorré, hasta que la vida se cruzó en mi camino. Todo ese dinero que juntaba se convertía en la paredes propias en las que se intenta residir. Lo que hacía, lo dirigía hacia mi sueño, pero terminaba en otro lugar. Las cosas que uno hace por el futuro no son las cosas que uno no hace para poder vivir.  

Ahora mi cuerpo se cansó de crecer. Ya no sé qué saca más arrugas, existir o imaginar. De lo único que soy consciente es que mi casa está llena de muebles y, aun así, le falta uno. 

En mi casa siempre hay música. A veces los coros angelicales inundan la cocina de júbilo. En otras ocasiones, las cuerdas de los cellos retuercen las paredes de mi casa hasta llorarlas, acompañando mi lamento. Pero, lo que nunca falta, es la música que mis antiguos dedos componen en las teclas del piano que nunca tuve. Esa cascada interminable rompe en mí, mientras pacientemente espero a que la vida me alcance. Por lo mientras, me permite descansar.   

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