La colina que Dios olvidó

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En la cumbre de alguna colina lo suficientemente cercana para que el amanecer se viera como cualquier otro y lo suficientemente lejana para que Dios no se acordara de ella, Gertrudis estaba sentada. Los rayos de un sol que apenas nacía salían despavoridos y encontraban refugio en su piel morena. Gertrudis mecía sus largas piernas color bronce invitándolos a quedarse con ella. Cerraba los ojos y respiraba con profundidad, sentía paz después de mucho tiempo, fue tanta la paz que sintió nostalgia por el futuro. Cuando comenzó a imaginar un hogar en la pacífica cumbre, Gertrudis sintió unas pisadas conocidas detrás de ella y sin inmutarse exhaló unas palabras al aire calentadas por el anhelo de un fuego hogareño que aún no existía.

—Ya que casi me pisas los talones siguiéndome a todas partes, ¿deberíamos construir una casa aquí, no? —dijo sarcásticamente, sin dejar de mirar el inmenso mar hecho de cielo.

—Me gustaría hablar contigo —contestó Paula, que era la razón por la que Gertrudis huía. —Nos vemos la cara, después de tanto tiempo. 

—Sabes que si estoy aquí es porque estoy escapando de ti —replicó Gertrudis, que cortaba sus palabras en el aire como un cuchillo— por más que te quisieras esconder sentía tu presencia en la ciudad, en el aire del tren contaminado de tu aroma cuando venía acá y ahora la paz solo me duró unos minutos… ¿Sabes? Reconozco que esta vez te superaste, por fin te atreves a seguirme a un lugar tan remoto y presentarte. ¿No sientes vergüenza?

—Aunque fueras al cielo o al infierno, jamás podrías huir de mí, soy la persona que más has amado…

—Quizás te amo, pero ya te dije que no es sano que estemos juntas, siempre que lo estamos nos hacemos daño. Además, tú moriste hace ya muchos años. Si estás aquí es porque tal vez yo también estoy muerta y eso me desalienta porque pensé que solo en la muerte me libraría de ti. —La interrumpió Gertrudis, mirando cómo dos colibríes volaban en el cielo y después se emparejaban, volando juntos.

—No lo sé, dímelo tú. 

Paula agarró la mano de Gertrudis, entrelazaron los dedos. Gertrudis no se resistió y después de unos segundos, Paula exhaló una carcajada y concluyó:

—Amor, siempre fuiste buena para encontrar lugares en los que nadie nos viera, pero esta vez te luciste, porque en este lugar hasta Dios olvida que estoy muerta. ¿Y si construimos esa casa que dijiste?

 

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