Encuentros sutiles que parecen casualidades

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Ignoras que yo lo sé, y ya es tarde para decírtelo, pero estoy convencido de que el encuentro de aquella tarde no fue casualidad.

No me di cuenta de inmediato; de repente, ya estabas en el vagón. “A ése lo conozco”, pensé, “es mi vecino, el guapo”. Suspiré hondo y procuré centrarme en la lectura, pero saber que estabas conmigo en aquel lugar atestado de gente me permitió contemplarte con disimulo, casi sin pena. Un hombrecillo subió a tocar un instrumento y le diste una moneda. Sería difícil explicar porqué, pero estuve casi seguro de que, de reojo, tú también me habías visto. “Me estoy haciendo ilusiones”, pensé, “a ese no le deben gustar los chicos”. Bajamos en el transbordo y subimos las escaleras para cambiar de estación, yo por delante de ti; sin embargo, a través de los cristales de las exposiciones entre los pasillos, te observé: subías a toda prisa también, buscándome entre la multitud para no perderme el paso. Vi cómo se orquestaban en tu cabeza encuentros sutiles que parecen casualidades. Tú no te diste cuenta, estabas ocupado planeando todo.

Abordamos entonces la línea naranja, solo que, mientras yo me iba hacia los vagones de atrás: “si me sigue, ya la hice”, tú te fuiste en uno de en frente. Mis esperanzas se desvanecieron de inmediato. El trayecto final resultó insoportable.

Bajamos en la misma estación (cosa que tenía que pasar), y al descender vi cómo te asomabas discretamente hacia mi lado del pasillo. Las escaleras eléctricas no servían en el primer nivel, por eso las subí caminando en línea recta y tú, que habías salido más cerca de ellas, decidiste dar un rodeo a las de caracol (que estaban en el primer tramo) y abordarlas en el segundo nivel, justo cuando me tocaba pasar a mí. Te detuviste, calculador, en el tramo de las personas que tienen prisa y aguardaste, quizá con el corazón en mano, a que yo llegara.

Mis esperanzas volvieron: confiabas en que yo tendría que hablarte para pedirte el paso, en que te encontraría al final del viaje.

Me diste el empujón que necesitaba.

Caminé despacio en esa dirección. Tal como lo previste, te pedí permiso para dejarme pasar. Volteaste, te fingiste sorprendido, me dijiste “¡Vecino!”, con una sonrisa encantadora. Me preguntaste algo, cualquier cosa, y yo te respondí. Empezamos a platicar como si fuéramos viejos amigos y nos hubiéramos encontrado luego de un largo, larguísimo tiempo…

Aquel día empezamos a conocernos.

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