
Son las 4:05 AM, trabajo de noche, o, mejor dicho, cumplo con mi horario laboral nocturno, ya que el verbo trabajar no es muy preciso para describir mi jornada. Creo que holgazanear sería un mejor sustituto. El caso es que termino haciendo nada. Hacer nada, una curiosa frase que si se toma en su sentido más literal es contradictoria, así como nuestras vidas si no sabemos vivirlas.
Entonces aquí está el meollo del asunto, el origen de mis cavilaciones nocturnas. Mientras hago nada en la oficina, me acuerdo de esta convocatoria. «Vamos a ver qué sale de esta mente disociada y meditabunda», me digo. Y aquí estoy, pensando en la dualidad con la que está impregnada la vida. Bueno o malo, blanco o negro, ser o no ser, hacer o no hacer. Al parecer la vida siempre se reduce a este concepto taoísta del ying y el yang. Si hago determinadas cosas es porque decidí no hacer otras, y las cosas que no hago encierran un acto detrás.
Creo fervientemente que hay belleza en las cosas que no hacemos. Son indicios de intención, de una promesa, pero sobre todo de armonía.
Así como las plantas necesitan de sombra para poder florecer, así las promesas que no son cumplidas y las intenciones que no se materializan, son necesarias para cultivar la abnegación y el florecimiento de nuestro espíritu. Por el contrario, el castigo y el reproche que cometemos cuando nos sentimos traicionados por las cosas que no se manifiestan, por nuestras expectativas y por no saber descansar, son fuente de una vida marchita.
Aprender a fluir de manera equilibrada entre las cosas que hacemos y las que no hacemos nos elevará a una vida pacífica y plena.
25