Estamos parados en mitad del mundo, uno frente al otro, sin acabar de reconocernos y nos vemos como se mira a un hermano o a un extranjero. Entre nosotros solo cabe el vacío y un montón de huesos rotos, te confundo entonces con mis pies fríos, la voz de mi madre o la primera vez que fui al mar.
¿Qué vamos a saber sobre el querer? Si vamos por la vida con el corazón famélico esperando que nos trague la bestia-tiempo. Así que parece falso, casi improbable, que cuando me miras tiemblo y tus ojos diáfanos me convierten en abrojo, tierra o viento.
No nos pertenecemos, sin embargo, nos enredamos uno sobre otro, aferrados a materia ajena, distante y dolorosa, pero nada de eso importa, cuando a ratos, de camino a casa, te ríes de mí o sacudes tu pelo.
Somos niños jugando a vivir: torpes, perezosos y algo vomitientos; arrancados del seno materno quedamos desnudos a merced de una tristeza destripada que nos acompaña a cada cual con sus miedos. Y tú, como la bruma llegas y te vas al tiempo.
Sangramos, como un perro atropellado, ¿qué vamos a hacer si no sabemos lamer heridas? Tú con tu corazón escuálido, las manos llagadas y la boca quemada. Yo, con el cuerpo en carne viva.
Nos adivinamos en las copas de los árboles, en los libros que leemos, en la soledad habitada que nos circunda. Y pensarnos o sentirnos poco importa, porque estamos acostados sobre un montón de huesos rotos esperando que alguno emprenda la despedida o reduzca el vacío.
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