Amistad

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No había pasado mucho tiempo desde que lo conocí cuando supe que íbamos a hablar toda la vida. Nos vimos una tarde después de clases y platicamos horas, o tal vez años, sobre literatura, en la oscuridad de mi habitación. Entonces tuvimos primero la vaga idea de ser otros y de comenzar algo desde ahí. Después, con cada charla pude jurar que prometíamos algo muy serio y muy gracioso: que teníamos que leer y escribir. Sobre todo, hay que leer, dijimos. 

Ninguno entraba a clases, ninguno escribía nada. Nos quedábamos afuera leyendo, hablando de lo leído y de que pronto escribiríamos. Así pasamos los años hasta que dimos con un camino más certero en el horizonte de esa promesa.

Un día lo fui a visitar a su casa. Estaba sentado en el piso de su habitación envuelto en sábanas percudidas. Mantenía su mirada de zopilote fija sobre unas hojas tachoneadas y rugosas donde se entreveían algunos versos. No dije nada y me puse a leer. Recostado en su cama, desde la lejanía del mar de sábanas desperdigadas, lo vi devorarse las uñas y me dio la impresión de que estuviera lamiendo caracoles.

Ya empezaba a anochecer y la escasa luz se iba despegando lentamente de las hojas del libro y de mis manos. ¿Era posible llevar a cabo esa promesa?, pensé, y le pregunté si había terminado. Hubo un silencio y después dirigió hacia mí su mirada rapaz. Nada resulta, me dijo como si lo supiera hace tiempo. Preparó dos cafés y hablamos de un par de lecturas compartidas. Tiempo, hay que tener mucho tiempo para esto, resolvió.

Hay que atrapar el tiempo pues, le dije por decir algo. Pero, para qué hay que leer, igual afuera está lo demás, ¿no?, añadí, tratando de apaciguar el nulo alcance de mis palabras.

¿Para qué?, preguntó sorprendido y me miró con la ira con que se recuerda un crimen impune y casi olvidado, y dijo: Para nada hay que leer y menos escribir, no hay por qué hacerlo. Volvió al suelo abandonando las huellas del día. Sentí el dolor de la verdad en el pecho y unas lágrimas trepándome por dentro hasta ahogarme con una sonrisa. 

Hizo unas anotaciones en las hojas que también lo abandonaron y se volvió hacia mí, decidido: Para esto sirve la literatura (la promesa). Para qué, pregunté yo. Para esto, me dijo, mira. Los dos nos quedamos callados, viéndonos en la oscuridad de una cueva lejana como dos idiotas a punto de echarse a reír o a llorar. Y desde entonces, me parece que fue ayer cuando salimos a caminar y a leer con esa promesa y esa nada silenciosa a cuestas. 

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