Cordilleras

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Aún recuerdas tu primer disco, ¿cómo podrías olvidarlo? Kind of blue. Conociste el jazz de Miles Davis seis meses antes de que muriera y fue su muerte lo que te motivó a comprar el álbum tantas veces escuchado en la radio; pero los vinilos son diferentes, te decías, ese disco vale la pena tenerlo en todas sus presentaciones. Así pagaste quinientos pesos por un vinilo aún sin tener dónde reproducirlo. Te mentiste diciendo que pronto lo tendrías. Mientras conseguías un tocadiscos ⸺ese que nunca llegó⸺ paseabas por el centro de la ciudad visitando tiendas de música. Pasabas horas viendo los discos y cada jueves regresabas a casa con nueve álbumes aprovechando una oferta de tres por cien. Esa fue tu rutina por treinta años.

Hoy estás en tu cuarto rodeado de vinilos amontonados. Ya no sabes cuántos tienes ni cuánto polvo pueden acumular. Ahora son montañas que fueron creciendo porque seguiste almacenando. Pasaste de solo comprar discos a interesarte por las miniaturas, los llaveros y las pulseras con descuento según el artesano. Jamás usaste nada, era la forma de acompañar la soledad de tus montañas que para ese entonces eran montículos. Tampoco inventariaste nada, la libreta destinada para eso se perdió entre discos cuyos nombres ya no recuerdas y no quieres recordar porque el cansancio te vence.

Te sientes un ser superior al mover montañas solo para hacerte una cama. No cuentas ovejas, en cambio recitas tu primer pentateuco vinílico: Miles, Bowie, Jiménez, Coltrane y Smith. Lo repites: has olvidado cuál de todos los Smiths. Esperas que la repetición lo traiga de vuelta, pero solo recibes chillidos que vienen desde la montaña izquierda. Sabes que no podrás dormir hasta saber su origen. 

Entonces te haces pequeño, tan pequeño que corres por los microsurcos de los discos como si fueras la aguja del tornamesa que nunca compraste. Cruzas los picos y resbalas hacia los valles de PVC buscando los chillidos. Encuentras una puerta entre estalagmitas plásticas. Sabes que los sonidos vienen de ahí. Caminas seguro para cruzarla, pero te detienes. Percibes vibraciones que no te gustan así que decides no entrar, ignorar que tal vez del otro lado hay una sala con gente vestida de blanco y una enfermera colocando Kind of Blue en un tornamesa para que tengas un momento de lucidez. No, prefieres tus cordilleras, esas que puedes mover tan solo con tu voluntad.

Regresas a tu santuario. 

Los otros pacientes pueden relajarse con los discos que tú jamás escucharás.

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