Después del meridiano

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Hace un otoño, un verano y media primavera, una rosa se marchitaba al ser tocada por el sol, ella misma no lo sabía, creyó que debía ser siempre así. Hoy, descansa su tallo bajo el cielo hasta ser consumida por el invierno, a pesar de que la calidez del deseo enrojece sus labios y enciende el rubor en las mejillas que ocultan sus ojos al sonreír, cada vez que divagan hacia el norte y encuentran a aquel hombre sentado en flor de loto sobre los suelos, tocando su guitarra y sombreando su silueta encima del asfalto.

Hace meses, sus pétalos caían en cenizas al tocar la tierra, empapando su cuerpo en llamas incendiarias que le ahogaban en el propio coraje de sus desventuras. Cada noche miraba la luna, los árboles y el río que dormía frente a ella, esperando morir en silencio, mientras sus manos recibían el fresco nocturno.

Aquella rosa ahora se mira violeta, se nombra a sí misma como amapola, y luce narcisa cuando este hombre acaricia sus espinas. Desearía salir de su caparazón y encontrarse con su amado una vez más, antes de que el sol evapore sus esperanzas, porque temerá que, al chocar con la lluvia, ella habrá de acobardarse de su propia humanidad.

Sabe que, una vez que comience a caer el atardecer, las hojas de los árboles que no se marchitaron en octubre llegarán a la siguiente primavera, recordándole cada medio día bajo el sol, en el desierto en que solía vivir, siendo el pequeño rastro de lo que fue un romance soleado en rosales, donde pequeñas espinas supieron desangrar la inocencia de un par de almas que se han apartado y que no se reconocerán hasta que la misma madre naturaleza lo desee así.

Ella, la rosa; amapola, narcisa y violeta, ha encontrado la calidez del sol en el fuego de un nuevo affaire, ha dejado de mirar en dirección al sur, para encontrar paz en las tardes de noviembre, a las cuatro con veintinueve, y sus espinas, al toque de ese hombre, se han desvanecido, suavizando su piel reseca de lágrimas marinas que dan vida a peces traicioneros en su mirar.

Ahora, puede besar al susodicho y descansar en su regazo, llorar sus penas y saber que, al mirarlo de nuevo, encontrará el refugio que le ha prometido, porque sobre ambos brilla el sol que derrite su pesar. Y el silencio que les cobije será la calma que selle sus frenéticos pensamientos y apasione el tacto que sus manos anhelan, hasta descongelar sus corazones y humedecer los pétalos marchitos que habrían de dejarla morir sino.

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