El texto perfecto

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Las palabras lo agobiaban. El hecho de organizar sus pensamientos en sintaxis, lo perturbaba. Llevaba varias noches de desvelo pensando en un texto. Cuando lograba dormir, soñaba con letras, lo perseguían a cada rato. Empezó a delirar por estar obsesionado con redactar la historia más original para llevarse el reconocimiento de los lectores. La frase: “tema libre”, que le había dicho desde hace una semana su nueva jefa para su primer escrito, resonaba una y otra vez en su mente, y cada vez más fuerte. La desesperación de que las ideas no fluían, lo consumían. Hubiera preferido que le diera un asunto específico, en vez de que le dieran libertad creativa, ya que estaba moldeado para que el sistema le dictara lo que tenía que hacer. Pensó en desarrollar algo sobre algún cliché, como el sexo, la muerte o el amor, sin embargo su imaginación estaba limitada a lo que ya había leído o escuchado, todo lo que se le ocurría resultaba convencional y trivial. Estaba perdido ante la inmensidad de las hojas en blanco. Buscó en el alcohol y en el tabaco la inspiración, pero lo único que encontró fue frustración. Cada vez que escribía, no pasaba de la primera oración, la rayaba y arrugaba el papel. Su perfeccionismo se convirtió en su mayor enemigo. Sentía que su reputación como escritor dependía de ese trabajo si es que quería convertirse en el Gabriel García Márquez, Mario Benedetti, Mario Vargas Llosa, José Emilio Pacheco, Julio Cortázar o Juan Rulfo de su tiempo, aunque sabía que nadie lo leería, vivía en un país donde los bomberos causaban incendios quemando libros, aprovechándose de una sociedad adicta a un mundo hedonista, vanidoso, egoísta y pornográfico que los tenía enajenados a su celular. El tiempo empezaba a jugar en su contra. La desesperación por no encontrar un estilo único y porque nada le agradaba, fue total. Tiró la pluma al suelo y se fue a su cama derrotado. A la mañana siguiente, lo despidieron. 

 

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