La casa que no he construido

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Es común experimentar tristes sentimientos que tergiversan lo habitual hasta volverlo símbolo. Un ejemplo: llorar ante una lámpara callejera ámbar por quien huyó, hará que cuando yo camine otras calles (ajenas) sienta, pasados los años, sin saber por qué, la impronta del abandono tan solo con ver en ellas postes que emanan luz ámbar. Menos común es callar y negar esos sentimientos cuando en realidad son bravos: ese es mi caso. No me apena no verbalizarlos; sí lo hace el edificar, a partir de ellos, silentes noches de insomnio únicamente. En ellas descubro lo que es no dejar huella alguna —como un animal que trotó el mundo hace millones de años y hoy ni su pelaje reconocemos. Aun así, me he esforzado para que no exista ni un solo testimonio, ni siquiera indirecto, de mis más amargos tiempos. De relatos contemporáneos recojo situaciones contrarias a la mía:

Adán Medellín, en Tiempos de furia, reconoce al patriarca J. Furia, quien llega a Noreste (una isla) empujado por «una sensación de extrañeza respecto al sitio en que había nacido»: infelicidad, quizá. Su alienación lo lleva a obsesionarse con rescatar los nombres de riscos y piedras del litoral de Noreste. Su rescate es contra la extinción de la lengua oriunda que las nombra. Las cataloga y cartografía: una labor admirable, pero propensa a ser olvidada.

Raúl Cazorla se acerca, en Kubrick en los muelles, a la vida de un pintor pop español sin nombre que realiza un cuadro existencialista (obscuro, triste). Avergonzado por ser su ejecutor y por haber atravesado la frustración creativa —«una emoción accidental»— que lo motivó a fraguarlo, firma el cuadro con un seudónimo. De esta manera, facilita la creación de un mito: Julián, el talentoso pintor existencialista que compuso una solitaria obra para después desaparecer.

La obra cartográfica de J. Furia y la pictórica del artista pop son evidencias de una vida, o una época, gris; de complejas historias de obsesión y vergüenza. Implican todo lo que callan. Por mi parte, soy arquitecto; he pensado en diseñar, y erigir, una casa en la que se priorice el descanso —múltiples recámaras, muchas hamacas— para mitigar la somnolencia diurna y el insomnio nocturno. No sé si la logre porque no busco que sean sus cimientos y sus pilastras las que cuenten mi historia, que es igual a habitarla aún después de muerto. Sin embargo, tengo la esperanza de encontrar un alivio en el proceso: depositar en el concreto todo lo que guardo con recelo. 

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