Las cosas que no hacemos

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Diría que vivo con pánico de enunciarlas, de recordarlas más allá de cuando la obscuridad es densa y desgarra la conciencia, de cuando los minutos son abismo y yo parte de ellos.

Son como un secreto marfil, gélido y reluciente, dispuesto en su misterio a fragmentar. Crear con su presencia caótica las cicatrices de nuestro pasado y profanar la dulzura del olvido.

Son todo aquello que no se debe desear o recordar. Es el Saturno que devora a sus hijos, la pena de las omisiones irreparables. Una sempiterna lástima que se filtra entre las venas y la realidad.

Así que resisto la tentación de pronunciar sus formas, sus historias, su manera de quemar cada trozo de cuerpo y volverte melancolía. El viejo hábito que tienen de aspirar a ser algo y desvanecerse en la nada, como aquellos ojos que no encuentran, como un mes de octubre cálido y el roce de pieles que jamás termina en caricia.

Se convierten en un maligno arrepentimiento, un gran predicador de hechos ficticios. Por eso las escondo en las esquinas de los armarios, a lado de los monstruos y las chaquetas de invierno. Las oculto cuando las horas se vuelven luminiscentes y diáfanas, temerosa de que en el susurro no pronunciado exista todavía el pecado. Que corrompan la vida con su injuriosa suciedad.

Así se apilan en los rincones como un recordatorio nebuloso, una remembranza apenas audible. Y cuentan entre el eco todo lo que no existe.

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