Tormenta en el ombligo de la luna

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Presenciar cualquier fenómeno natural en el centro de la Ciudad de México es admirar en primera fila el caos en todo su esplendor. Si sopla el viento, uno siente que los edificios viejos se le vienen encima; si hay tormenta eléctrica, el sonido de los truenos se vuelve un estruendo que enmudece cualquier algarabía. El Zócalo se vuelve epicentro de todos los terremotos y la luz de la luna penetra en cada grieta.

Nada se compara con vivir un día de lluvia en medio de sus calles, entre tumultos y sin paraguas, para darse cuenta de lo diminuta que es la vida de cada uno de nosotros. Basta con sentir la frente húmeda y los cabellos escurridos para liberar todas las heridas originales y dejarse ser. La lluvia torrencial es apta para ponerse a llorar a moco tendido y permitir que el maquillaje negro se desborde por las mejillas sin piedad.

Nada como una tormenta atípica, disfrazada de olvido por haber dejado en casa el impermeable, para pensar en todas esas frustraciones que a uno le acontecen en el día día; dan ganas de ponerse a chillar, ocultos en el olor a pavimento húmedo, en los semáforos abarrotados, junto a tantas gentes que van deprisa con las piernas entumecidas y la cabeza mirando al suelo, en busca de un techo. 

¿Por qué será que evitamos la lluvia? Pienso que, de vez en cuando, vale la pena empaparse los vacíos, y lavar los dolores con el agua impura de una ciudad hostil y contaminada. 

Hay algo de especial en todo eso inacabado, en esos anhelos y sueños que nunca se trabajan ni se logran, en la energía potencial de lo que podría ser si tan solo… 

Cuando llueve, me gusta pensar que todos los que terminamos mojados —esos que, por necedad o despiste, rara vez portamos paraguas— gozamos de un único privilegio, un regalo divino exclusivo para los mediocres: cuando el agua nos cae encima, arrasa con las luchas perdidas, con todo eso que no hacemos por desidia, con nuestros sueños, que cuando se cumplen se vuelven efímeros, pero que cuando no, se nos hacen tormenta en el interior y se nos arremolinan en el estómago, como mariposas turbulentas que brincan de ombligo a ombligo, hasta la luna.

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