Y entonces morimos

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Las calles suenan a decadencia,

a inmerecida pasión, a conmiseración vana y perdida,

a eternas vacilaciones en las que nos hundimos

sin desear algo más.

Todo esto es una canción vacía,

una vociferación sin inicio y sin final.

El mundo es un tema libre incurable

sobre el que no tenemos libertad alguna.

Es una muestra insaciable de repetición suicida,

una farsa obediente de la tradición y la farra:

de la perdición de nuestros días. 

Sabemos que nada sabemos, 

que ignoramos la hermosamente horrible naturaleza de las cosas,

que nada existe realmente en este segundo del olvido,

que todo se esconde bajo la liviandad de nuestros ojos.

Sabemos que no somos nada,

que no importa nada,

que no hemos hecho nada y jamás haremos nada

dentro de la nada de la nada de esta nada llamada mundo.

Sabemos que no sabemos quiénes somos,

si es que alguna vez alguien fuimos,

si es que algo de nosotros será.

Creemos en los azares de la inconsistencia,

el destino casual que nos lleva todas las mañanas a la perdición.

Las mañanas que nos abandonan 

en el último peldaño para caer de la escalera del triunfo

y las aguas enjutas, inundaciones del sueño 

entre atascadas cañerías de pesimismo

en las que nos ahogamos.

Un suspiro indispuesto,

un ojo oscilando entre lo particular,

un soplo en el viento para perderte en ninguna parte,

un principio sin final.

Una libertad digna para aquellos que decidieron no ser libres. 

Con tanto esfuerzo, entretejemos nuestro amor

para después echarlo al saco roto de la inmundicia:

quemarlo, destruirlo, tirarlo a la basura

y dejarlo morir.

Sombras alrededor de la estatua que no somos,

llanto que no vemos, pero sentimos,

dolor afligiendo al amor desconocido

de aquellos que no hallarán cura,

de aquellos a los que solo les queda el fervor.

Entre nosotros no queda nada;

entre los corazones, solo la marginalidad.

Solo entendemos de reminiscencia cuando es gratitud apasionada

en los vertederos de incongruencia y la incorporeidad. 

Y entonces morimos. 

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