Estaba frente a la acera y los autos no me permitían cruzar. Las líneas peatonales eran únicamente ornamentales pues nadie me cedía el paso. Ante mi desesperación por cruzar, un viejo maroleco se me acercó ofreciendo lo que en sus palabras era un kilo de maromaquia. Al no recibir respuesta sobre el significado de esa nueva palabra, lo sostuve en mi palma sin saber qué hacer con ello. El viejo, despidiéndose, me recomendó su uso para resolver mis problemas.
—¿Cómo he de usar un kilo? —intenté interrogarlo.
El viejo maroleco desapareció.
Pedí un deseo en voz alta esperando que la maromaquia en mi mano diera fruto.
Al perder la paciencia arrojé el kilo hacia una pared cualquiera. Mi lanzamiento evocó una especie de explosión. Y entre el resquebrajamiento observé lo que parecía un bazar conglomerado.
Pregunté acercándome al agujero.
—¿Hacia dónde me lleva esto?
—Al diamante.
—¿Y eso conecta a la acera de enfrente?
—El diamante une a todas las aceras del mundo.
Suponiendo que funcionara como una especie de callejón, metí mi cuerpo al agujero de la pared.
—¿Cómo llego a la acera de enfrente?
—Debes atravesar el callejón.
Era imposible; hombros chocaban contra los míos intentando cruzar hacia mi lado.
Sentía que iba contracorriente por la cantidad de personas que veía de frente. Aun así, sabía que llegaría a la acera.
Por el rabillo del ojo vi al viejo maroleco adelantado en mi camino. Por su postura pude deducir que llevaba maromaquia encima. Intenté hablarle y quedó solo en un intento pues el ruido de las personas desviaba el sonido de mi voz.
Caminé hacia adelante durante cinco o seis horas. Rendido me di la vuelta siguiendo el flujo dominante de personas en sentido contrario. Luego de lo que creo fueron tres meses, me quedé quieto observando las olas humanas yendo a izquierda y derecha, pero siempre más a la derecha. Decidí que me quedaría aquí. No sé si para siempre o hasta que llegara a mis manos más maromaquia, si es que antes no la uso para estrangular al viejo maroleco.
