Al vuelo

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—¿Puebla? ¿Qué vas a ir a hacer a Puebla? —preguntó con ese gesto de desaprobación que conocía muy bien.

«Voy a vivir un poco», pensé sin decirlo. Desde hacía tiempo prefería callar en determinados momentos, no porque no fuera valioso lo que tenía para decir, sino porque no todos están dispuestos a escuchar o no son receptivos a la incomodidad.

Antes, ya había viajado sola, sin embargo, el miedo no dejaba de hacerse presente, sobre todo al ser algo nuevo. Esta vez decidí hacerlo de noche, por otro lado, qué bonito era emprender la aventura sin el corazón roto.

 

Cuando arribamos a la central de autobuses estaba oscuro, así que me senté a leer hasta que terminara de amanecer. Mientras lo hacía, atravesó mi mente la pregunta ¿qué estás haciendo aquí?, pero preferí ignorarla, en su lugar, me dediqué a terminar el capítulo. Una hora después me dirigí al sitio de taxis. Esa era la parte que más me inquietaba. ¿Y si el conductor se desviaba?, ¿cómo podría saberlo?, ¿y si me estafaba?

Tomé mi maleta y recordé el libro El vuelo de los colibríes, luego me dispuse a confiar. Le entregué el boleto al conductor y me acomodé en el asiento. El paso por las calles grafiteadas y los edificios descuidados volvieron a inquietarme, a su vez, google maps permaneció abierto todo el camino hasta que identifiqué el nombre de mi hotel.

Cuando al fin estuve en la habitación respiré con tranquilidad y me quedé dormida. Estaría el tiempo suficiente como para que la ciudad aguardara por mí. Dos horas más tarde salí a conocer la ciudad y llegué hasta el conocido Callejón de los sapos, donde varios puestecitos de artesanías ya estaban instalados. Comencé a recorrerlos lentamente hasta verlo acomodado en una de las mesas: pequeño, dorado y con una diminuta piedra blanca incrustada en el pecho. La vendedora me dio permiso para tomar el colibrí, puesto que no le quitaba los ojos de encima.

Igual que Romina (personaje del libro mencionado), también estaba descubriendo mi lugar en el mundo. Era un hermoso día, sobre todo porque era consciente de mi vuelo y porque podía conocer todo aquello que a las mujeres de mi linaje se les había negado y después, por miedo, ellas mismas habían rechazado.

Mientras seguía conociendo la ciudad recordaba que en la cultura maya el colibrí se concebía como mensajero de los buenos deseos. Ahora también significaba que podía comunicarme con mis antepasadas para decirles que intentaba gastarme la vida.

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