Ciudad conurbada

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Éramos gente que venía de muchos lugares, cualquiera que, inspirado por el panorama del siglo, se atreviera a intentar rellenar, desazolvar y pavimentar extensiones de llanos lacustres semi-desecados.

Cuando llegamos aquí, ya había algunos vecinos, los primeros se habían encargado de improvisar postes de luz con algunos palos, sujetos con piedras y con una maraña de cables enredados en ellos que a veces chisporroteaban.

Solo quedaban libres los últimos terrenos al final de una calle polvosa, las pequeñas lagunas se desbordaban con las lluvias, el lodo cubría nuestros zapatos viejos. Junto a la última casa se extendían las vías del tren, árboles y arena, nada nos separaba de aquel vestigio natural; el tren carguero pasaba todas las tardes; la pequeña laguna abundaba en aves lacustres blancas y majestuosas que emigraban a lugares más cálidos.

Ahora somos una ciudad conurbada, las personas nos movemos en una gran diáspora durante las madrugadas. Tenemos calles llenas de baches y una avenida sobre la que transitan todo tipo de transportes nocturnos y cuyos negocios no apagan sus luces, sino hasta bien entrada la noche, cuando regresan los últimos habitantes. También podemos usar moto-taxis para ir a lugares cercanos como el mercado y la Gran Plaza.

Nuestros secretos han salido de la comunidad, noticias sobre violencia, drogadicción y cuerpos encontrados en baldíos, parece que somos parte de un gran orbe, pero a la vez, un recoveco abandonado y peligroso.

Algunas casas lucen realmente bonitas y abundantes, bien construidas para cinco familias y dos generaciones más de nietos, otras solo se quedaron pobres con sus puertas de latón, piedras y tabiques casi derrumbados.

Ya no conozco a mis vecinos y cada vez me es más difícil recordar quién vivía antes en ciertas casas, por qué y a dónde se fueron. Estamos separados por muros de piedra y capillas de las arboledas y las vías, el paisaje luce lleno de basura, rodeado de un canal verdoso, en donde no hay aves, pero quizá sobrevivan algunas alimañas de pantano. 

Sin embargo, uno que otro misterio aún se reserva para mí y otros habitantes, aquello muy íntimo que no decimos en pláticas comunes. Las nubes extrañas y esponjosas que se forman al atardecer, los gritos y aullidos que nos espantan sin saber a quién ayudar; la música de los alcohólicos y drogadictos, el paso de un tren destartalado, la vista hacia los volcanes cuando se despeja el cielo y las polvaredas de la tarde, siempre permanecen. 

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