Confesión a sí mismo de un hombre de confianza

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Yo fui juez sumario de «Tema: Día»,

de «Tema: Infancia» y para «Tema: Esperanza»

incluso fui parte del batallón.

«Tema: Memoria» huyó a un país de artistas

y luego nuestro sicario tuvo éxito.

Y a «Tema Libre» le capturamos en la Sierra Sur.

Fusilamos a lo que quedaba de su brigada

y cuando estábamos a punto de dispararle

el Líder nos detuvo mirando

su cabeza en alto y sus labios decididos.

El Líder nunca se atrevió con «Tema Libre».

Veía algo en él. Con envidia y admiración.

Lo condenó a trabajos forzados

con la mayor piedad posible.

Lo iba a ver por lo menos una vez a la semana,

ya fuera removiendo la nieve de los caminos,

haciendo tumbas para niños,

o demoliendo a mazo las catedrales

–mientras rezaba– para construir

el Nuevo Palacio de Gobierno.

Yo le apuntaba con mi rifle,
en caso de que el Líder diese la orden.

Pasaron los años. Las fiestas patrias

celebraban nuestros cumpleaños

en nombre de la justicia.

El Líder lanzaba disidentes a los cocodrilos,

mandaba alimento a otras revoluciones

y ordenó una estatua de sí de oro macizo.

Yo en ningún momento dejé de pensar

en «Tema: Libre», aunque creía

que si lo liberaban

no sabrían qué hacer con él.

Un día un símbolo cayó, una firma se posó

en un papel y una potencia aliada colapsó.

Las sanciones extranjeras llegaron.

Con raros conceptos también.

Por fin «Libre» tenía significado.

Ahí, el cáncer, del que no se había enterado

porque sus médicos temían ser ejecutados

si daban la mala noticia, se llevó al Líder.

Cuando traté de tomar el control

ya no había de qué tomar control:

«Tema Libre» había sido liberado.

Antes de que llegara a declarar la república

de la que tanto habló de joven

y me perdonara la vida

incendié la cama (en la que el Líder

posaba para la historia) para que su alma

se impregnara al humo, salí del palacio,

lancé mi arma a los pies

de los que no saben disculpar y alcé las manos.

En instantes ya era remedo de hombre.

En segundos las insignias valieron nada.

Ni siquiera en nuestra pequeña península

en la que tuvimos nuestras primeras victorias

el amanecer fue tan hermoso

como detrás de esta venda.

Me pregunto si alguna vez tuve fe en este país

que no quería nacer.

Siento su ira a través de las mirillas y el ansia

de sus dedos acariciando los gatillos.

Maldita sea, ni siquiera recuerdo su nombre.

«¡Viva el Gran Líder!», grito.

Como el que se arrepiente

de no haber tenido otra opción.

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