
El desierto
Un cielo lila iba posándose entre las piedras y montañas que abrazaban con gozo las incipientes sombras. La velocidad del carro y los destellos de carretera hacían del camino algo más melancólico. Ya habíamos pasado Navojoa.
—¿A dónde vamos? —Preguntó mi hermana con aquel tono de la inocencia.
—A la ciudad secreta. —Dije entre enojado y emocionado.
—Ya casi llegamos, pequeña. No desesperes. —Contestó él con el alivio de los sabios.
Después de tres cuartos de hora deambulando entre viento y arena, avistamos las luces: una auténtica ciudad en medio de la soledad. Hasta la fecha recuerdo el olor a jazmines y tunas, los vapores de la noche, flamboyanes decorando las calles y las sonrisas, exageradas por momentos, de los habitantes. Las construcciones eran de estilo colonial, había hoteles con alberca, una hermosa alameda donde se reunía la gente, taquerías y cafeterías de olores empalagosos. Dimos un paseo entre las farolas cálidas, comiendo un dogo por el palacio municipal. Esa vivencia feliz me persigue en mis momentos de tristeza.
La universidad
«Bueno, jóvenes, como les tenía prometido, hoy hablaremos sobre las ciudades perdidas. Esos lugares exóticos que han llenado la historia de misterio y que nos inspiran anhelos y fantasías. En la Atlántida, creemos que habitó una civilización con tecnología avanzada; al Dorado se le atribuye un comunismo perfecto; de Sahambhala se tiene la idea de que alcanzaron un nivel espiritual superior. ¿Qué tienen que decir? ¿Cuál es la ciudad secreta que conocen?».
La hermana
—En esto nos hemos convertido. El tiempo ya no da marcha atrás. —Sentenció mi hermana con intenciones de acabar la conversación.
—Tenemos que encontrarla. En la universidad me están dando algo de apoyo. Puedes acompañarnos.
—No se tiene registro de aquella ciudad, no hemos encontrado testigos desde entonces, aunque estamos nosotros. Vivimos, comimos, reímos en aquel lugar. Tal vez con eso baste. Hermanito, te quiero mucho, pero ya déjala.
La expedición
Con un puñado de estudiantes me lancé a la búsqueda. Trazamos lugares en el mapa. Con mangas largas, sombreros, pañuelos y mucha agua recorrimos desiertos. Bajo la luz naranja de un feroz atardecer, uno de los muchachos encontró piedras amontonadas. Entre éstas recogí una hoja seca y polvorienta de lo que podría ser un flamboyan. Tal vez soy mi propia ciudad secreta. Todos las cosas vividas y olvidadas por mí, de las cuales apenas se observan las ruinas.
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