El hombre de la alcantarilla

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Hubo un tiempo, el del apogeo de mi rebeldía, en que Manuela me castigaba con ir al baño del fondo. Ella conocía a la perfección mis miedos, y sabía también que me levanto a hacer pipí cerca de las dos de la mañana. Me acuerdo de que aquel día me comí los puros del señor de la casa (los confundí con chocolates), motivo por el cual a Manuela le descontaron la mitad de su salario. Ella se enojó tanto que me tundió con una vara de membrillo, y como si no fuera suficiente, me castigó con lo que ya dije antes.

Rezaba a Dios porque me dejaran de arder las marcas de la vara, pero rogaba más porque aquella noche no me anduviera del baño; sin embargo, y a pesar de que no tomé agua en todo el día, quería hacer pipí. Con mucho miedo salí del cuarto y encendí las luces del pasillo. Al fondo se observaba la puerta sucia del baño, a pasos cortos me acercaba, y conforme la distancia se hacía menos, se agrandaba el miedo a lo desconocido… a lo que se ocultaba detrás de la puerta. Las paredes de aquel pasillo gótico parecían derrumbarse sobre mí, y el canto de los grillos bañaba la atmósfera de un misterio aterrador. Estaba frente a la puerta y la abrí, al tiempo que rezaba el “dulce madre”. Al entrar noté que el foco estaba encendido, probablemente alguien que había entrado hacía no mucho olvidó apagarlo. No cerré la puerta, solo la emparejé. Me senté en la taza helada y comencé a imaginar monstruos: la rata blanca que sale cuando una está a punto de terminar sus necesidades y la muerde en el trasero para inyectar el mal de la rabia, el tecolote negro que hipnotiza a quien se mira en el espejo después de la media noche; el hombre de la alcantarilla… el hombre, la bestia caníbal que se come a sí misma… ¡qué miedo con el hombre!

La puerta se abrió y apareció el monstruo que Roberta invocó con su olor a campo. Manuela le decía “patrón”, el señor de la casa lo llamaba “papá” y Roberta “el hombre de la alcantarilla”.

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