Espiral

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En aquella mañana el clima era singularmente especial. Hacía frío y los chubascos habían inundado gran parte del bosque. A pesar de la espesa niebla erigida entre los monumentales troncos de pinos, el señor caracol se paseaba con enorme alegría por la tierra húmeda; iba tarareando una vieja canción famosa entre los moluscos de aquella región. Antiguos cantos y odas a criaturas míticas que, según la leyenda, protegían los bosques de peligrosas amenazas.

El señor caracol, que era un viajero infatigable, ya había tenido un sinfín de andanzas por tierras seductoras, había conocido animales interesantísimos y desde luego, se había regocijado con paisajes cautivantes. Ciertamente era un caracol viejo, su suave y sosegado andar se mostraba como prueba irrefutable del paso del tiempo. Imposible olvidar aquellos días de infancia en los que jugueteaba con las piedras y anhelaba encontrar una bella concha en la cual guarecerse de las amenazas silvestres.

Su longevidad era admirable, todos los miembros de su familia ya habían fallecido y, sin embargo, él continuaba sus peripecias por el mundo. Regresar al sitio del origen, del nacimiento, fue para él su último deseo. Hermoso era el bosque donde pasó su infancia, lleno de colosales pinos, de suave musgo, de elegantes líquenes y, naturalmente, de criaturas extraordinarias. La frágil memoria del señor caracol recordaba las charlas eternas con las aves, los juegos con las ardillas, las escalinatas por los hongos y los gloriosos baños en las aguas prístinas del bosque.

Observar la inasible quietud de la arboleda le dio paz al señor caracol, era un hermoso día. Cuando finalmente llegó al lugar donde se encontraba la cueva de la tortuga, como sus hermanos solían llamar a su hogar, se dio cuenta de que ya no existía. En su lugar, un figurín de metal. De pronto, risas, música, vibraciones y pasos.

El señor caracol se elevó en el aire, una tonta criatura lo asió fuertemente, lo observaba con sus enormes ojos. De pronto, cayó al piso y su bella concha se quebró en mil pedazos; aquella hermosa espiral había sido destruida. Frágil e indefenso, sintió un escozor en todo su cuerpo. El terrible depredador lo había cubierto con sal. A lo lejos, un grito. ¡Niños, ya vengan a comer, dejen de jugar con la tierra! Y en su lecho de muerte, delicado, lo último que el viejo caracol contempló fue un inmenso letrero anaranjado:

 

 

BOSQUE DE CHAPULTEPEC

NO DAÑAR LA FLORA Y FAUNA

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