La cosecha devastada

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Tres décadas trabajando antes de que amaneciera, comiendo las sobras de la cosecha y del pan, viendo cómo se acababa la tarde a la par que mi juventud. Los inicios de año con oscuridad y los noviembres dando a luz. Las noches en vela, acostumbrando a mi cuerpo a la rutina. El día que perdí la yunta, perdí el oído y te perdí a ti. No tuve más remedio que partir, aquí no me quedaba nada, sólo tus sombreros arrumbados, el zacate amontonado y el material para la granja que ibas a construir.

                 Hoy, al regresar, creí que toda tu ira ya había descansado sobre mi alma. Nuestro hogar era solo un migajón, era lo único —además de mi recuerdo— que quedaba vivo. La cabaña no tenía techo, los adobes mohecidos, el pozo estaba seco, los restos de paredes descarapeladas le daban un parecido a lo que había sido nuestra casa. La añoranza salía de mi cuerpo en forma de lágrimas mientras refrescaban la solera, también recordé el día en que empezamos a construir nuestro hogar, aquellos días en los cuales tu prioridad era la cosecha de ciruelas y yo.

                 Pensé que era la más afectada después de la ruptura, ahora me doy cuenta de que fue el campo. No crece ni maleza en la tierra, los árboles son sólo postes que alguna vez florecieron, ninguna ave se asoma; los zopilotes prefirieron emigrar, ya que aquí ni la muerte se presenta, el río que tanto cuidaste está contaminado y destruido al igual que el amor que sentía por ti.

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