
Cuando empezaban los gritos Lorena tomaba pedacitos de papel de baño y se los metía en las orejas. Yo sentía cómo se cimbraba el piso cuando Mamá aventaba las cacerolas al piso y Papá le decía cosas feas.
Nunca culpé a Lorena por reaccionar así. Después de todo, yo no podía hacer nada más que estar, recibir abrazos y dejarla secar sus lágrimas en mí.
Era entonces cuando entrábamos a La Litera. Siempre me cautivó el sol con cara de gato que iluminaba el sombrío ambiente literense. En la intimidad de su ciudad, secreta y silenciosa, organizaba a todos para llevar a cabo las tareas de mantenimiento. De vez en cuando había miguitas de galletas marías en las calles, o vasos de plástico abandonados en las alcantarillas que debían ser recogidos antes de las auditorías de la cocina.
Yo era feliz en el cálido espacio que Lorena reservaba para mí en el palacio municipal, junto a la almohada grande. Siempre esperaba ver el rostro de Lorena entrando por el vórtice luminoso para llevarme a pasear a casa de Abue o al restaurante; para revisar juntos el papeleo en la oficina o dar eventos de recaudación de fondos con la compañía de baile de las muñecas; para compartir el asiento de honor en la cena de independencia.
Esa tarde entró Lorena pisando con suavidad las cobijas. Estaba llorando.
Siempre pensé, al ver sus lágrimas, que ojalá hubiera tenido un hermano, porque, aunque significara menos abrazos para mí, compartiría la tristeza. No sé mucho de matemáticas, pero sé que dividir algo, es menos para cada uno. Menos abrazos, pero menos lágrimas.
Nos llegó un memorándum; tuvimos que desalojar. Se secaron los ríos aunque Lorena y yo nos aferramos a protegerlos. Los gritos también pararon y se convirtieron en silencio, en cajas donde estaba nuestro sol gatuno y donde descansaban nuestros conciudadanos, resguardados por papel burbuja y cinta canela.
Lorena me llevó bajo el brazo todo el tiempo. Nuestro nuevo cuarto estaba junto al de mamá. La Litera dejó de existir.
Cada noche, Lorena y yo nos acurrucábamos bajo lo que algún día fue el blando pavimento con patrones de mariposa de la avenida principal de La Litera. Mojaba mi brazo rosa y suave mientras apretaba con ternura mis orejas parchadas. Espero que pudiera ver, a través de mis ojos vidriosos, mi deseo de hacerle coros cuando entonó la canción que hace años cantaban sus papás a dueto para llevarnos a dormir. Esa fue la última vez que escuché el himno nacional de nuestra patria literense.