
El día era caluroso, despejado si no fuese por una enorme e imponente nube que cubría gran parte de la atmósfera por la parte derecha del cielo. Era blanca, con matices violetas, amarillos y azules. Simplemente sorprendente. Al verla comprendí por qué los griegos mantenían a algunos de sus dioses por encima de ellas. Aún mejor, entendí por qué el cristianismo colocó a Dios y al paraíso en el cielo. ¿Quién no querría a un Dios que habitaba ese lugar tan extraordinario? ¿Quién rechazaría vivir en tan portentoso lugar? Las figuras trazadas por aquella masa de agua se movían tanto que incluso desde el suelo se podía —si se le prestaba suficiente atención— ver el movimiento brusco de sus extremidades. Con cada minuto se transformaba, se contorsionaba, se desplazaba. Cambiaba tanto que incluso recordaba a las metamorfosis de los dioses narradas por Ovidio. En unos pocos minutos pasaba de ser una batalla mítica a un oso de felpa, de un oso a una linda flor, de una flor a un perro y así sucesivamente. Esa nube y su marcha por el espacio podría significar cualquier cosa y comprobar cualquier hipótesis para el buen observador. El cielo azul complementado con la magnanimidad de la nube hacían un día perfecto. Sin embargo, al bajar la mirada y mirar el mundo descubrías otra realidad, opuesta. Rostros tristes y marginados; ojos llorosos y lastimados. Cuerpos flácidos debido al trabajo extremo al que las grandes corporaciones los someten. Se ve una serie de autómatas que hace tiempo han dejado de sentir. Tal vez un día perfecto en términos físicos no es un día perfecto en términos humanos.