Las distopías como espejo

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Tal vez más importante que saber por qué escribimos distopías, es preguntarnos qué las hace tan especiales, ¿por qué nos gusta vernos a través de ellas?, ¿es la novedad, la imaginación?, ¿o es la tradición, la recomposición de esta? Yo pienso lo último. No son tan especiales porque sean una exaltación de las habilidades imaginativas del autor. Su capacidad para llevarnos a un mundo ajeno está solo al servicio de su poder para fungir como espejos en movimiento, de ayudarnos a construir y reconstruir nuestra identidad con cada página, con cada plano. Tampoco son alegorías elegantes o elaboradas, al contrario, fracasan si intentan serlo. Son una historia en sí misma, a través de la cual ejercemos nuestra empatía, vehículo de autoconocimiento. Nos conocemos al reconocernos en otros, al entenderlos y ver que, no importa cuán ajeno sea el mundo, cuán apesadumbrado el futuro, somos humanos en cada momento.

No se me malentienda, no tienen por qué terminar con un final feliz o esperanzador. La esperanza no está contenida en la ficción, sino en saber ver a través de la bruma del tiempo, de las hipérboles y metáforas, de los lugares comunes del humano, para finalmente encontrar un reducto, un reflejo en el cual nos seguimos conociendo y validando. Dicho de otra forma, no hay distopía sin personajes que evoquen nuestras virtudes. Ciertamente tendemos a darle más peso en la consideración de nuestra identidad a los aspectos positivos que a los negativos, motivo que permite que en un mundo malogrado, un puñado de personajes evoquen, particularmente en lo positivo, lo que somos.

Tómese como ejemplo cualquiera de las obras distópicas más emblemáticas, ya sea Fahrenheit 451, 1984, Un mundo feliz, Blade Runner o El cuento de la criada, ¿acaso no salimos de todas ellas con una certeza indecible? Si bien se abarcan aspectos negativos del ser humano, que, en general, son los que han llevado a que la sociedad de la ficción sea distópica, incluso con el dejo de pesimismo que puede permear a la obra, al final tenemos la esperanza, casi la convicción, de que hay algo reconocible, algo para aferrarse en el carácter de los personajes, algo que justifica la vida. ¿En cuáles de las obras recién mencionadas no reconocemos en los que las habitan lo que vemos en nosotros al mirarnos al espejo cada día? Al final, y esa es la virtud que las distopías nos recuerdan, no hay esperanza más grande que la de la permanencia de la naturaleza humana.

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