Polvo

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Antes, nada de esto era así. ¿O sí? No lo sé. No lo recuerdo. No me tocó vivirlo. Apenas recuerdo que a la hora de la comida, cuando había qué comer, mi abuelo solía contarme sobre ello: sobre su hermosa ciudad, una muy diferente a la aterradora escoria que es la mía; una que él gozó, sintió y vivió en su corazón, al menos hasta antes de que éste se detuviera.

Su ciudad era aterradora. Era la de los jornaleros de los grandes industriales tomando el ruta 100 cada mañana, la de los malvivientes en los oscuros rincones de los barrios bajos de Tepito, la de la ciudadanía que se desvivía todos los días en rituales del caos. Donde eran comunes las estafas, las amenazas con navaja en mano de los teloneros, las amonestaciones de los pordioseros por no darles un mísero peso, y los montones de borrachos tirados en las esquinas por la madrugada luego de haberse atragantado con alcoholes imitación (de mala calidad y baratos).

Se trataba de un lugar lleno de podredumbre, de pesadillas y abandono; pero también de bellezas. Seguía siendo el corazón de este país. La cuna del arte en los rincones más cultos e intelectuales de Coyoacán; fuente de historia en los memoriosos muros del zócalo, cancionero tradicional en las tardes eternas de Garibaldi; y prócer de la pasión en el vivir dentro de las taquerías nocturnas, atiborradas de sentimientos plenos en las bocas de los amorosos, entre la tragedia y la bohemia. Su ciudad era un inventario de reinvenciones, una fogata de amores esperanzadores, un baluarte de lo inefable, una tarde en la alameda central, un edificio churrigueresco recitado al sonido del organillero.

Hoy… ¿Qué se puede decir? No hay nada que contar. Ya nadie sale siquiera a asomarse por la ventana de su casa. Es más grande el miedo a morir en el instante fugaz al cruzar la puerta, en medio del fuego cruzado de los criminales, que lo que puede ofrecer esta tierra. Hoy los delincuentes primero disparan y luego roban, hoy se tortura por placer y sin piedad, hoy se tiñen de rojo sangre los muros, todos los días a las tres de mañana, y se queman los transportes públicos antes de que bajen los pasajeros. Hoy, la ciudad ha muerto.

Mi abuelo lo entendió antes que nadie, supongo; tal vez por eso también murió, junto con ella. Sabía que ya no podía seguir en un mundo tan diferente al que estaba acostumbrado, su hermosa ciudad. Espero que me equivoque, y que en realidad esa ciudad sobreviva igual que él: en nuestra memoria y en nuestros corazones.

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