Sábado

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Si cierro mis ojos aún puedo verte, perdida en el vaivén de las gentes recorriendo las calles antiguas de esquina a esquina, encontrando la nada que se busca entre tantos recuerdos; entre libros viejos y olvidados, entre muladares de nostalgia. Hundiendo el rostro en los cristales del pasado, en memorias de papel, de barro. Descansando, esperando que llegues a admirarlos por horas en cada rincón de este estanquillo. Un miramiento vago en el que el tiempo espera (oculto, dolido, sufriente, petrificante) para resurgir, regresar. Puedo mirar tus profundos y hermosos ojos, alegrando la inmensa miseria.

 Si cierro mis ojos aún puedo oírte. Cantando a voz pasiva el “Solamente una vez amé en la vida, solamente una vez y nada más”. Acariciando con alegría, arrebato, nostalgia y melancolía las sacras otredades del zócalo en la ciudad; sonsacada esa hermosa melodía que el amigo organillero entona sin cesar. Puedo escuchar tu silencio, un silencio agudo que no quiero olvidar, un silencio que se esfuma como el humo del cigarrillo aquella tarde eterna, un silencio que me envuelve tal y como tú me envuelves a mí.

 Si cierro mis ojos aún puedo tocar tu piel. Tu carne suave, pura, pulcra, clara. Indigna de ser, indigna de pensarse. Colgando en el pasamanos del metro, sostenida del brazo que la anhela, pasando entre las páginas del libro que te describe perfectamente a ti, a tu pasado, a tu presente y a tu futuro; a todo aquello que me recuerda a ti.

 Si cierro mis ojos aún puedo caminar al lado tuyo, entre el infinito tumulto de pensamientos y emociones; entre enamorados, odiados, queridos y repudiados; entre sentimientos resguardados a la orilla de lo que cuesta hablar. Y puedo decir con toda seguridad que era un hermoso día.

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