Selección de poemas del libro La Edad de Hierro

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Muchacha tebana

 

Reclino mi cabeza junto a la adormidera

y pienso en ella.

Pienso en ella

y calla el temblor de la imagen.

 

Todo, incluso el silencio,

reanima la conciencia

que hace ver los caballos del infierno

muchísimo más blancos,

más tristes

y pequeños.

 

Ahí donde la encrucijada se abre,

el polvo acaricia sus cabezas,

humano corazón.

 

Madre

Padre

Hermano

eran su único deseo.

 

Los mira a los ojos con dulzura,

pero ve más de lo que debe,

hace y dice el doble.

 

No nací para odiar,

sino para amar.[1]

 

A causa de su fuerza,

“el lado flaco de una mujer”,

fue censurada y maltratada,

molida en el lecho de la menta,

y el álamo blanco.

 

Intramuros a veces la siento,

ímpetu gemelo más allá de los márgenes,

sacerdotisa, niña furiosa,

la misma opresión en el pecho.

 

Hay algo en ella que también me habita

empuñando días como éste,

cuando llueve y las moscas son turba,

cuando nada puede consolarme

y tampoco lo quiero.

 

 

 

Ando para habitar la falta

 

Teñir mis pies con lavanda y artemisa,

por un golpe de amor en el omóplato

y la ternura enroscada en una vieja falda.

 

Allí, donde la herida se abre

debieron crecer violetas, alas

para sortear corrientes de aire caribe

y trenzar astros erizando el mar.

 

Dicen que su soplo feraz desgarra la muerte

y echa por tierra la herencia bruta,

el callado asido a la memoria,

esbozos titilando en los bolsillos

donde antes hubo mariposas.

 

Ando para dejar caer mi voz en el aljibe

y encontrarla entre marismas

frente al silencio de Dios

que hiende mi pecho y planta esta manía errante.

 

Llevo dentro el hogar del fuego, la noche,

mi elogio a la sombra.

 

 

 

Ασφóδελοι

 

The storm bursts

                                               or fades!  it is not

the end of the world.

 

William Carlos Williams

 

Heme aquí.

También busqué el amor

y la memoria

en la comida de los muertos,

pero ahora

el espacio de unión

solo es blanco

sobre el blanco

de una página extraña,

tránsito de lugares

más amplios

y sombríos.

 

De las flores

el nombre solo recuerdo,

voluntad de fuga,

los tallos erguidos

cuya ofrenda

acontece en el vacío

donde nadie las mira

ni anhelan ser

o sustancia.

 

Sin embargo,

hay una sombra remota.

Me sumerjo.

Soy aparición-fragancia

de pureza inefectiva

fuera del canto.

 

A veces soy otra

que se quiebra

y se abre al zumbido

de la piedra,

ecos ascendentes

en medio de parajes oscuros.

Todos conducen a mi vientre

 y constelan el deseo.

 

A veces soy otra

mucho más alta,

de cabellos que se funden

con el viento

incrustado en la niebla

y me agito como caña

con su grano de sol

en el vientre

indisoluble

en paz

inalcanzable

sin nada que decirte.

 

 


[1]focles, Antígona.

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