Silencio

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La mañana amaneció sin esperanza,

sin luz, sin sol, sin nada.

Sin el fantasma altivo de las alegrías

de la noche anterior,

sin las huellas del suspiro.

 

El café estaba frío, insípido y seco.

El aire olía a decadencia, a decepción.

El cielo se tiñó con el color del olvido.

Y las flores se marchitaron:

esquivas ante la náusea, escena del futuro pasado.

Sus pétalos se ahogaron en el lago de las desvirtudes

para resquebrajar sus ramas en esa inconsistencia

de la que ya no soy consciente.

En su lugar, quedaron monumentos en honor al fin de esta tierra.

 

Escuché la vida, la muerte;

sintiendo a cada segundo su complaciente sufrimiento.

Su llamar al eterno vacío del ansia perpetua

a la que rezo con indiferencia,

sin vacilar, sin realmente encontrarme.

Tal y como ese mirar entre las ilusiones perdidas

bajo la culpa de lo soñado,

lo esperado,

lo jurado,

lo prometido.

En la incurable vanagloria del sin saber,

en la nada de esta nada que llamamos mundo.

 

Me miré frente al espejo de mis transparencias

y palpé cada parte de mí a través de él,

a través de cada comisura del inconsciente

que me embriaga lentamente.

 

Encuentro un rostro en blanco,

desdibujado y deshilachado,

entre las cosas y las horas que pasan sin pasar,

en cada calle desierta en la que desfallezco.

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