Sus cuerpos tiernos traían tu ausencia

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Maté unas hormigas. Hacían una fila larga y bella en mis baldosas blancas. Se veían en el salón, en la cocina y tuve miedo de que pronto entraran en mi cuarto. Unos puntitos negros que apenas se veían, pero desde que los vi, mis ojos los seguían por todos lados. Fueron esas hormigas pequeñísimas como la cabeza de un alfiler. Tan finas, pero menos afiladas. Ellas tenían cuerpos tiernos. Las podías derretir como el gel entre el pulgar y el índice. Así, ni siquiera lo piensas tanto. Se hace y ya.

Las hormigas comían el polvo del suelo y los pedacitos de nachos y queso que quedaron sobre la mesa desde mi cumpleaños y después cayeron al suelo. Me sentí sucia. Las baldosas no mostraban ninguna compasión, desnudaban los puntos negros en todas partes. Si las trataran mejor, las hubiera dejado. Pero no las escondían. Al contrario. No me dejaron ningún pretexto para fingir que no estaban allí. Me forzaron a tomar una toalla y matarlas. Mojé mi toalla y empecé a aplastarlas una tras otra. Sus cuerpos tiernos traían tu ausencia. Todavía olía el cloro del agua en mi piel, cuando sin quererlo imaginé que mis labios se acercaban a los tuyos.

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