Un personaje, un bote de helado de galletas con chocolate y un carrusel

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El escritor decidió renunciar. «¡Basta!», gritó mientras tiraba con furia todos los cuadernos y hojas al suelo; arrojó por la venta su ordenador de 20 mil pesos, así, sin importarle la pérdida total del equipo y de sus escritos. Había llegado al límite, desde ahora se jubilaría de aquel oficio, se iría de vacaciones, compraría una furgoneta para viajar por el mundo o se inscribiría a clases de tejido, pero la escritura ya era tema pasado.

Su personaje escuchó aquello. ¡Qué feliz se puso cuando escuchó la noticia! Ya no tenía que seguir las órdenes de aquel viejo, ni tenía que perseguir a maleantes mientras corría en tacones, muy poco prácticos, por cierto. Tampoco tenía que ir al trabajo en vestidos escotados y pestañearle al detective Pérez o al comandante Torres. Es más, ¿cuál trabajo? El autor se había ido y ahora ella era libre.

Podía hacer todo lo que quisiera, todo lo que siempre había anhelado. Primero fue a la tienda y compró un bote de helado de galletas con chocolate, se lo zampó de una sola; alimentarse a base de ensaladas, vino y agua gasificada realmente la tenía muerta de hambre. Sonrió al saborear el dulce sabor del chocolate, los trozos de galleta parecían como un premio sorpresa. Luego fue al parque de diversiones, ahora que lo pensaba, ¡jamás había ido a uno! Compró algodón de azúcar y palomitas acarameladas, aunque terminó vomitándolo todo tras 10 vueltas en la montaña rusa y 15 en el carrusel.

El escritor había hecho su historia realmente aburrida: 6 años en Harvard, equipo de debate, 10 años tocando el clarinete, citas con hombres que pedían por ella en los restaurantes. Pero ahora era libre, podía hacer lo que quisiera.

Hizo de todo, compró un auto, se fue a Aruba, nadó con delfines, se inscribió a clases de pintura, incluso remodeló el feo apartamento que el escritor había creado para ella; reemplazó las paredes grises por tapices que simulaban la selva, las lámparas modernas por un enorme candelabro en mitad de la sala, cambió todos los libros de medicina que alguien había colocado en los estantes. En su lugar puso libros de literatura de todos los géneros y temas habidos y por haber, los autores iban desde Homero hasta Rupi Kaur, otros libros eran de arte y algunos eran recetarios de cocina.

Después de eso comenzó a escribir sus propios cuentos, su propia historia en realidad. Ya no era sobre crimen y pasión, ahora ella escribía de lo que quería, amor, tristeza (así es, se permitía estar triste), decepción, odio, de Cleopatra, la relatividad, cuentos chinos, listas de supermercado, canciones sin rima y a veces del clima. Mandó a volar a Pérez, a Pancho, a perengano; se enamoró de quien ella quiso, adoptó un gato, volvió a ir al parque de diversiones.

Toda su vida era un tema libre y eso le dio la oportunidad de escoger. ¡Pobres de los otros personajes! Ellos no podían hacer lo que quisieran.

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