
El día apagaba sus últimas llamas. Las nubes se dispersaron en el horizonte: puertas que se abrían para dejar entrar a la noche con toda su plenitud, imponente, totalitaria. Aún no llegaba. Ella, sentada al lado del río, esperaba que él llegara como lo había hecho desde que se conocieron, con alguno de sus pequeños poemarios en la mano, listo para sentarse a su lado, le daría un pequeño beso con la ternura infinita que acostumbraba y comenzaría a recitar los delicados versos que sus bellos ojos encontraran. Pero su alma se encontraba alejada, perdida en otro lugar.
Los minutos pasaban, el tiempo seguía avanzando, insensible. Los grillos dieron inicio a su ceremonia, sus piezas musicales se alzaron en los alrededores, llenándolos con una atmósfera serena. Él no llegaría. Apesadumbrada soltó sus pies, dejándolos caer a la corriente. Un pequeño grupo de peces se acercó, le acariciaron los dedos con curiosidad, ella sintió cosquillas, pero ni siquiera logró sonreír. Miraba hacia todas partes, en la oscuridad que ya dominaba todo, buscaba su silueta, creía que lo vería caminando despacio, listo para llevar a cabo ese pequeño ritual de amor que ambos construyeron; besos, poemas, caricias y el cantar del río…
La noche conquistó el cielo con su ejército de estrellas mientras ella lloraba. Sus lágrimas lóbregas caían y se perdían en la corriente, como sus recuerdos con él que ahora parecían un pasado nebuloso, a punto de ser olvidado. El río susurraba a su oído, sus aguas tranquilas reflejaban la luna que crecía poco a poco. Su cuerpo se tiró sobre el pasto vencido por las lágrimas y los sollozos. Su delicada piel sintió la frialdad de la tierra humedecida por el rocío que ahora también la mojaba a ella. Olvidada, rechazada, perdida. Con su mano débil, del pequeño bolsillo de su vestido sacó una carta, una carta que al desdoblarla dejaba ver: “Se terminó, olvida todo, ya no me esperes”.
El ritual terminó, un alma se fugó, otra desapareció y el río por un momento se detuvo.