Domingo

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Algo tenían los domingos, el cielo era más azul y las nubes más blancas.

            El ruido citadino se volvía un silencio murmurante que era roto por el solitario rugir del coche que pasaba deprisa. Las abuelas se pintaban los labios carmesíes y se envolvían en vestidos blancos para ir a misa. Los niños disfrutaban las mañanas y aborrecían la melancolía de la noche. Los marinos miraban aquel punto fijo perdido entre la inmensidad. Las familias se juntaban para hacer tintinear las copas. Y Ella se sentaba frente a la ventana.

            De entre las muchas manías que puede tener una persona, Ella las poseía todas. No tomaba nada que fuera de color morado (nada morado podía ser natural); se recostaba siempre frente a la pared oeste (dado que la casa de su infancia quedaba en aquella dirección); no bebía más de dos botellas de agua al día (del termo metálico que cargaba a todas partes); se lavaba los dientes un número impar de veces (no tenía razón alguna).Y aunque ninguna de aquellas manías jamás le hizo pasar un mal momento, creía firmemente que de no ser por aquellas manías, no sería ella (aunque tampoco estaba segura de quién era ella).

            Los viejos amigos ya se habían acostumbrado a sus peculiaridades y veían sin extrañeza cuando vertía el agua de los restaurantes dentro de su termo. Los nuevos conocidos creían que aquellas extrañezas podían ser rotas después de muchas insistencias, que generalmente eran acompañadas de un «si no lo has probado, ¿cómo sabrás que no te gustará?». A lo que ella contestaba con un «prefiero quedarme con la duda».

            Aquella vez no era la excepción para sus manías y al igual que los muchos domingos que habían acontecido en sus veintitantos años, se dispuso a escribir. Entre sorbos de café hizo memoria de lo ocurrido en la semana, de las risas y de las lágrimas, de alguna que otra anécdota y de algún hecho sin importancia. Se lo contaba todo a la hoja, la cual solo esperaba que la visitara de vez en cuando. Al terminar, dibujó un garabato en la “i” de su nombre y dobló la hoja hasta hacerla diminuta. La metió en un globo que infló con todas sus fuerzas y lo dejó partir por la ventana.

            Aquella fue su primera manía y con ella vinieron todas las demás. Comenzó como el único deseo que le pidió su padre antes de marcharse, en un invierno en el que los cerezos se veían más bonitos de lo habitual. Ella cumplió con su palabra y la manía se volvió un ritual.

            El cerezo a donde iba dirigida la carta quedaba a un océano de distancia. Le gustaba pensar que cuando volviera su casa vería los restos de los globos atrapados entre las ramas, y revueltas entre las hojas secas las cartas a papá.

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