Entre rituales propios y ausencias

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Alguna vez yo tuve un ritual propio, pero luego todo cambió. Los rituales fueron transformándose uno tras otro; a los veintisiete ya he perdido la cuenta de cuántos rituales propios he tenido en cada época de mi vida. No obstante, hay un cambio de rituales del cual quisiera hablar: el antes y el después de la pérdida de mi papá.

Durante veintitrés años, mi propio ritual de vida siempre implicó su presencia y esperaba que así fuera por mucho tiempo, sin embargo, él trascendió a los cuarenta y ocho años. El golpe, además de ser emocional, también fue de identidad pues me descubrí rápidamente sin una parte esencial de mi vida y de mi ritual propio. Su ausencia dejó un hueco enorme en todas mis prácticas y costumbres. Un día común empezaba siempre con el sonido de los gallos de mi vecino, el desayuno preparado por papá, el trayecto juntos en carro hasta el metro y los mensajes para saber si había llegado con bien a la universidad.

Muchas cosas cambiaron ese año. Tras su partida, cambié de casa, los gallos no se oyeron más, cada una se prepara su propio desayuno, dejé de viajar en carro porque no sé manejar y los mensajes preocupados ahora son de mamá. Los rituales propios nos definen, definen cómo queremos, extrañamos, comemos, dormimos, sufrimos, vivimos. La ausencia de un ser querido transforma todos los rituales propios, desde el despertar, comer, vivir. La ausencia es un trauma para todo hábito y costumbre.

Y como todo cambia, la existencia nos dotó de una habilidad: la adaptación; y aunque el cambio es lo único constante, todo cambio de un ritual propio tiene solución: adoptarlo. Nosotros no siempre elegimos cuándo cambiar nuestros hábitos, pero sí podemos definir cómo dirigirlos, cómo adaptarlos a las nuevas realidades de nuestro presente. Puedo elegir sobre mis rituales.

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