Hija única

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Cuando la doctora Morales me diagnosticó con depresión severa y que atenta contra su integridad física, dijo– mi hermana se molestó muchísimo. Me acusó de buscar mecanismos de distanciamiento y diferenciación entre ambas, de hacer de mi tristeza una búsqueda consciente de un ritual propio y excluyente –como cuando comencé a preferir el helado de vainilla, o cuando me hice adicta al café–.

También me dijo que era una persona horrible por persistir en la negación de nuestra igualdad. Que por algo éramos gemelas y que no era correcto que nos convirtiéramos en una línea que se bifurca.

Yo le expliqué que, en dado caso, la depresión no es un signo de singularidad, que cada época instaura las condiciones para sus propios malestares y que las dinámicas del capitalismo, siguiendo esa lógica, solo destrozan la salud mental. Que tener depresión no es una necesidad diferenciadora, sino un síntoma de la modernidad.

Pero mi hermana no me hizo caso.

Insiste en que mis llantos matutinos persiguen el cometido de que nos identifiquen como la gemela triste y la gemela feliz. Y que mi apariencia de Emily de Corpse Bride es un ataque a nuestras fisonomías idénticas.

Incluso me ha dicho que me odia; me insulta y a veces me golpea en la cara. En otras ocasiones, cuando la melancolía es más poderosa que su ira, me escribe notas y me las deja al lado de mi almohada; en ellas me dice que extraña los días en que éramos un reflejo de la otra, cuando nos emulábamos mutuamente hasta fusionarnos y transitar libremente entre un cuerpo y el otro.

Recientemente he descubierto que roba mis recetas médicas para comprar Escitalopram y así poder suministrarme dosis extras diluidas en el café –con la ilusión de que la depresión se me esfume mágicamente, o más rápido, supongo–.

Sin embargo, nada de eso me molesta. Comprendo el dolor de mi hermana y soy capaz de ponerme en su lugar.

Por otro lado, también estoy consciente de los peligros de ser yo, de vivir con depresión. Por eso me preocupo cuando noto que mi hermana, cansada de esperar a que por mí misma restaure nuestras semejanzas, trata de igualarme, de volverse yo, de ser, nuevamente, nosotras.

La he visto ceder ante la fría navaja y copiar con exactitud los cortes de mi brazo izquierdo.

Por eso, mamá, cuida mucho a mi hermana. No dejes que, al igual que yo, se asfixie con gas. Hazle entender que cuando encuentren mi cuerpo metido en el horno ella ya será hija única, y que su necesidad de ser análoga –ese peso que tanto la hiere– se irá conmigo.

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