Con el pasar de los años, me doy cuenta de que se ha vuelto una rutina infalible.
Podría dormir con pantalones de mezclilla, con los zapatos puestos o, inclusive, con las trencitas de playa hechas, pero jamás podría dormir sin cenar pan con leche.
Desde que tengo uso de memoria, mi abuelo materno me trae un pan horneado fresco. Sabemos que el pan industrializado y empaquetado ha sido víctima del mal acomodo en anaqueles, de gente con fuerza bruta o de algunos días de exposición al aire libre.
Siempre presente el vaso de leche, cuyo sabor y cantidad dependen de mi personalidad de adolescente cambiante. Al parecer la leche de almendra gasta mucha agua y la leche de coco llega a parecer moco de gorila, no es muy agradable.
En mi etapa más normal, la leche a la que estoy habituada es la leche de vaca; es como esa camisa negra de manga corta que se puede combinar con todo o que puede llevarse sola y nunca se verá mal.
También he aprendido el arte de “chopear”. Saber cuál es el punto exacto para que el pan no se caiga y pierda entre toda esa taza con leche requiere una habilidad de gran potencial.
Sin duda, no irme a la cama sin haber cenado pan con leche, es un ritual en mi vida. Definitivamente me doy cuenta de que mi cuerpo no sabe que son las 3 de la mañana cuando tengo que cenar para descansar bien y soñar con los angelitos.