Bucle

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Me despierto antes de que suene la alarma. Abro los ojos ante la oscuridad presente, sólo una diminuta luz proveniente del televisor es lo que dirige mi vista hacia allá. Sin ánimos busco el celular, quiero verificar la hora. Son las 5:06 a. m. ¡Vaya!, me he despertado cuatro minutos antes de que aparezca ese horrible sonido que indica el inicio de mi martirio. Por supuesto esperaré hasta que dé la hora exacta para levantarme como se debe. Cierro los ojos y espero recobrar el sueño, lo logro para mi fortuna.

Suena la alarma, con un gruñido la pospongo. «Tengo que levantarme, tengo que levantarme», me digo a mí mismo mientras intento no dejar que mi cuerpo se desmorone y se pierda en un sueño profundo que nos pueda costar el día. No puedo levantarme siendo las 5:13 a. m., tendré que esperar un número par o podría pasar algo, no sé con precisión qué, pero ocurrirá.

Tengo la creencia de que si no sigo un ritual específico la jornada no irá bien. Y no es cosa inventada, es verídico. La otra vez no seguí el orden de echarme perfume después acomodarme el suéter y ¡Zas!, el reporte de finanzas me salió incorrecto, tuve que salir tarde del trabajo por corregirlo. En otra ocasión se me atravesó una paloma gris, no quise mirarla, pero inconscientemente mi vista se dirigió hacia ella. Fue un presagio de que ese día iría mal, y sí, lo fue. Quise remediarlo buscando una paloma blanca, sin embargo, nunca apareció. Por eso, mejor no me la juego.

Dan las 5:16 a. m., decido levantarme, más somnoliento que otra cosa, comienzo por desayunar, ducharme y ponerme la ropa que elegí un día antes. Hago dos nudos al atar las agujetas de mis zapatos, el reloj lo abrocho en el quinto orificio, salgo de la casa dando un paso con el pie izquierdo, después el derecho lo acompaña, doy la vuelta y cierro la puerta. Giro la manija para asegurarme de que cerré correctamente.

Al llegar al trabajo, saludo al portero y al policía de guardia. Acomodo mi saco en la silla de mi escritorio y prendo el computador. Poso la pluma en el escritorio de una manera que se vea alineada con el tapete del ratón y prosigo a realizar los pendientes.

A la hora de la comida voy al restaurante habitual, la mesera Yolanda ya me ubica. «Un americano y galletas de avena, ¿cierto? Hoy qué ordenará, tenemos…» y procede a decirme el menú del día, aunque sabemos perfectamente que seguiré pidiendo sopa, arroz y milanesa con ensalada. Tengo cuatro variantes de plato fuerte, así que sólo es cuestión de elegir según mi antojo del momento.

Cuando voy de regreso a casa, camino hacia la parada del Metrobús y paso por el bache que está en la calle Madero, lo esquivo con un salto pequeño. Doy pasos procurando no pisar las líneas de la banqueta, si fallo, hago un borrón y cuenta nueva en mi cabeza y comienzo de nuevo.

Al llegar a mi vivienda, ceno, tomo una ducha, arreglo la ropa que usaré a la mañana siguiente y me acuesto a leer algunas páginas del libro en turno. El sueño domina mi cuerpo y me rindo ante él. Así es mi día, cada minuto es un ritual sagrado que debo seguir para vivir mi existencia. No quisiera saber qué pasaría si alterara algún paso pues no estoy seguro de querer asumir las consecuencias. Hasta ahora, todo ha salido bien.  

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