En defensa de la intimidad

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Los rituales que creamos son un tesoro. Son resistencia frente a la convulsa realidad y antídoto frente al tedio que provoca la exigencia de productividad y eficiencia que nos exige la sociedad. Tal vez por eso preferimos mantenerlos en privado. Porque tememos que se contaminen en el exterior y que eventualmente pierdan su magia, una que sólo nosotros experimentamos en la intimidad. En días donde no hay espacio para los matices y las problemáticas se resuelven bajo el escrutinio público de las redes sociales, entrar en el espacio de la contradicción y las virtudes ocultas de alguien más, así como dejar que otros vean aquello que guardamos solo para nosotros, es un acto de fe. Y, como tal, no es para cualquiera. Aquello que hacemos en nuestra individualidad desdibuja las máscaras que mostramos frente a otros. Pensamos que conocemos a las personas por lo que compartimos con ellas en las redes sociales, aula, fiesta o reunión, pero es en las despedidas y en los rituales del día a día donde mejor las descubrimos.

La música que escuchamos cuando lavamos los trastes. Los bailes que inventamos después de una buena noticia. La necesidad de cantar en la regadera. Las mentiras que nos decimos cuando afirmamos que no veremos otro capítulo de esa serie que ya vimos más de tres veces, y hasta el horóscopo que leemos cada domingo, aunque lo criticamos en público, sabemos que es nuestro consuelo espiritual. Es la fe de una generación que cree más en el influencer de TikTokque en alguna religión. Tenemos miedo de compartirnos porque tememos que las otras personas puedan mirar más de lo que hemos decidido que vean de nosotros. Nos da terror que vean nuestros secretos, identifiquen nuestros deseos y entiendan nuestros defectos —aunque finjamos que no es así—. Tememos que nos abandonen y rechacen, que ese espacio entre la imperfección y el cambio se convierta en un recordatorio de la exigencia de la sociedad de lo que debemos ser y no somos: seres perfectos.

En tiempos en que las redes sociales se han vuelto un filtro para que otros decidan conocernos o no, los rituales que compartimos y nos dejan ver a otras personas, son una manera de reconquistar la tierra de la intimidad. Es hacer que aquello que pareciera banal, es una oportunidad de mirarnos con nuevos ojos alejados de la pretensión y el personaje que construimos en lo virtual. Quizás jamás conoceremos todas las caras que otros tienen dentro de sí, porque, en realidad, no se trata de eso. Porque hay caras que nosotros todavía no conocemos, somos seres cambiantes. Fingirnos estáticos como se pretende es olvidarnos de nuestra humanidad. Atrevernos a navegar por el mar de los rituales ajenos y aceptar los propios como parte de lo que somos hoy, es una manera de seguir de pie ante la caótica realidad.

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